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De padre a hijo


            
              Llegó Rafael a Curepto en la madrugada de un día domingo, a la entrada de la hacienda de sus padres, luego de haber terminado de vagar por el norte y sur de Chile.

                Desde el portón todo parecía estar en su lugar, o al menos así es como lo recordaba luego de 5 años 4 meses y 21 días de ausencia. La camioneta Ford de su padre que a la vez este había heredado de su padre seguía desarmada pero más oxidada, debajo del garaje que apenas se sostenía sobre esos cuatro soportes de madera de roble podrida y un techo destartalado que se vuela con un soplo de viento un poco más fuerte al que ya se sentía en el frio aire de invierno. Facundo, el pastor alemán seguía amarrado al pino al lado del garaje, pero a diferencia de la última vez que lo vio, ahora se podía ver fácilmente el relieve montañoso de su columna, Rafael se acercó para acariciar su lomo de pelaje negro y  delgado que era lo único que separaba su carne o más bien sus huesos de las heladas brisas de julio; en el acto no pudo evitar notar que detrás de Facundo estaba su plato de comida vacío, por lo que se apresuró a entrar para buscarle algo para darle. Subió las escaleras del pórtico quedando frente a la puerta de entrada, pero antes de tocar miró por la ventana para revisar si había alguien adentro, pero no vio ni tampoco logró oír nada, todo estaba oscuro y lleno de polvo por dentro. Nuevamente se acercó a la puerta, dudó en tocar por miedo a que no lo reconocieran pasado tantos años, pero se armó de valor y tocó, no hubo respuesta por lo que tocó de nuevo y esta vez más fuerte, tampoco escucho nada y entonces cuando iba a retirarse rendido asumiendo que no había nadie se escuchó una voz débil y tambaleante que seguro era de su padre, “pase, las llaves están debajo del tapete”.

               Rafael sin entender lo que pasaba miró a ambos lados instintivamente y levantó el tapete de la entrada y ahí estaba, justo como se lo había dicho, una sola llave con un llavero de vaca que tenía escrito “puerta de entrada”. Abrió la puerta que emitió un chirrido tan agudo que por poco quiebra el florero del mesón de entrada que no tenía nada más que cuatro rosas que parecían cuatro espigas de trigo. Caminó dos pasos y escuchó nuevamente a su padre que decía: “en el corredor de la derecha al fondo”, que era de donde provenía su voz. Rafael empezó a caminar hacia la voz pero lo hizo lentamente, pues no podía creer todo lo que había cambiado su casa de pequeño, los sillones tan preciados por su madre ya no estaban, ni la mesa del comedor, tampoco ninguna de las alfombras persas que trajo su padre de una gira que hizo en el pasado, solo quedaba un florero que valía más que su contenido y el viejo sillón preferido de su padre. Siguió caminando aun cuando el putrefacto olor a orina añeja llenaba sus narices, pues las ansias de ver a su padre ganaron la reñida batalla, llegó a la pieza, y vio a su madre haciendo el crucigrama del diario de ese día, y a su padre leyéndolo. Ninguno se percató de que estaba literalmente con un pie dentro de la habitación, por lo que procedió a tocar la puerta de la pieza para que lo notaran. “¿Rafael?” Pregunto su padre, “sí, soy yo”, respondió Rafael, “¿Cómo estás?” Preguntó su padre, que con suerte le salían las palabras por tanto asombro de ver a su hijo después de tanto tiempo, “estoy bien” respondió Rafael, el silencio se apoderó del momento, pues a ninguno se le ocurría que preguntar; su madre interrumpió este silencio gritando “! ¿Rodrigo?!” Mientras miraba a Rafael, al que había confundido con un novio que tuvo de joven, “¡no!” Dijo su padre, “es tu hijo, ¿no vez?”, la madre guardó silencio. “¿Cómo estás tú?” Preguntó Rafael que solo tenía ganas de que no se repitiera tal incómodo silencio otra vez, “sigo vivo” dijo, “yo creo que la muerte ya se olvidó de mí”. Esa fue la frase que motivo a Rafael a empezar un interrogatorio para saber por qué estaban en tal pobre situación, “¿Quién los alimenta? ¿Quién alimenta el perro?, ¿Quién les compra comida?, ¿alguien los visita?”, “!tranquilo¡” dijo su padre, “una a la vez”, y procedió a responder las preguntas, “Carla es la que nos prepara la comida y la que nos la compra porque nosotros no tenemos plata, sobre el perro, no tenía idea que ese pobre perro seguía vivo, luego le entregas esto de mi parte” y le paso algo de pan que había sobrado del desayuno del día anterior, “y sobre las visitas, de repente viene algún familiar o vecino a llevarse lo que queda de la casa”, “¿y eso no te importa?" Preguntó Rafael, “para nada, prefiero que se use a que esté botado en este basural en donde vivo” respondió. Otro silencio pero esta vez el triple de incómodo se interpuso otra vez. “Hijo, te quiero preguntar algo” dijo su padre con voz seria y firme, no tambaleante y débil como antes; el corazón de Rafael se aceleró pues sabía que sería algo chocante, “¿quieres mi sillón?” preguntó, “pero claro” respondió Rafael, “siempre lo he querido” dijo mintiendo, pues la verdad es que no le gustaba, “entonces tendrás que hacerme un favor, no espero que entiendas ni nada pero yo ya estoy muy viejo y no puedo hacerlo por mi cuenta”, “está bien, ¿cuál es el favor?” preguntó Rafael, “necesito que me traigas del almacén veneno para ratas”, “¿tienes ratas?” preguntó Rafael desentendido, “si, dos que huelen a orina añeja”.










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