La vida es prueba, la prueba es sueño
Los párpados de Juan parecían haber levantado una huelga ese miércoles en la mañana, la noche anterior se había quedado leyendo a Calderón de la Barca hasta altas horas de la madrugada, y ahora más que nunca le parecía que la vida era sueño. La repetición de la alarma interrumpió sus pensamientos e invadió violenta sus oídos, casi malévolo, el sonido chirriante se fue escabullendo dentro de su cerebro como una miserable rata, rata que buscaba teñir su existencia con un color igual de miserable. Casi inconciente, maldijo al Juan del ayer que decidió poner el celular lejos de su cama, lo que le había parecido una magnífica idea para obligarse a despertar y pararse, se tornaba ahora en la maquinación perversa de un demonio que deseaba subyugarlo bajo el peso de la irritación.
El ruido era agresivo, traidor, hiriente. No se detenía, perseveraba en su ataque, terco como él solo, daba la impresión de querer burlarse de la inmovilidad de un Juan indefenso y vulnerable. Ante la insistencia, se hacía necesario reunir fuerzas, la lucha contra tamaño enemigo requería trabajo, podía escuchar el entrechocar de sables entre el ejército del placer y los regimientos del deber, sentía en su interior la cruenta guerra del que tiene la obligación de levantarse. Lentamente se sentó en su cama y se restregó los ojos, aún adormilado, buscó casi a tientas el celular con la mano, y cortó la alarma.
Inmediatamente quedó embriagado con una sensación de alivio demasiado grande para ser sana, no resistió la tentación de dirigir los ojos hacia su cama, que lo miraba seductora, tan natural, tan suave, tan hermosa… embelesado, se dejó llevar por las promesas de amor de su colchón, y se envolvió en sábanas mientras escuchaba la dulce voz de la satisfacción revoloteando en su cabeza. Juan cerraba los ojos, y la realidad se esfumaba junto a la sensación de estar cometiendo el más afrodisíaco de los errores.
Nada dura para siempre, el sueño inocente de un colegial no es la excepción. El mundo real abofeteó iracundo al adolescente con la fuerza de la verdad, al mismo tiempo que un brillante 8:47 salía de la pantalla de su celular a aguijonearle la tranquilidad. “La suerte está echada” pensó, no tenía sentido intentar llegar a las 8:20. Así que con aires de gerente se duchó y con la solemnidad de un coronel se puso el uniforme, sin optimizar ni un solo segundo.
Al borde de la prudencia, salió de su casa un poco más allá de las nueve, cierto era que ya iba atrasado, pero no tan cierto como las lentas páginas de soliloquios desesperados que había atropellado en la noche, ni como los lamentos de Segismundo contra el cielo. Calculó que saliendo a esa hora, la micro lo dejaría cerca de su colegio unos minutos antes de las 10, momento en el que empezaría su prueba de lectura. La obsesión por ese examen se había vuelto algo casi febril, hasta peligroso. El odio que con devoción profesaba a su profesor de castellano lo había empujado al deseo de sacarse un brillante siete, qué mejor tapabocas para el infame que clase tras clase se encargaba de humillarlo y hacerle notar que era un auténtico desastre para cualquier cosa que significara literatura. ¡Ah! De sólo pensarlo le hervía la sangre y más se relamía los labios con su propósito, quería practicar la más desagradable y pedante sonrisa de suficiencia jamás concebida para blandirla frente al profesor, y guardaría en su memoria para siempre la cara de angustia que sin duda se esculpiría en su anciana cara.
Mientras pensaba esto se dirigía al paradero, la vereda era la misma de siempre, dispareja y confiable. Los tuliperos que pasaban a su lado eran los mismos de siempre, saludables y leales. Las casas de su barrio se mostraban alegres y reales, era un bonito cuadro, un buen día. Divisó el paradero al otro lado de la calle, estaba ahí clavado donde debía estar, sin sorpresas, ni trampas. Solo tenía que cruzar.
Súbitamente, el ronroneo de un diesel enorme creció hasta escucharse en todo el lugar, presa del pánico, miró temblando hacia el único responsable posible, la micro. Bajaba despiadada por el otro lado de la calle,sin importarle que el joven que la miraba la necesitaba, faltándole el respeto a Juan exhibiendo con un pavoneo las firmes y amarillentas cifras “C12” enmarcadas en negro. Siguió hasta covertirse en un rayo refulgente, bajando con el frenesí de un caballo desbocado, en una ilusión hecha añicos, en una sombra roja y difusa, en la ficción de un desesperado, y por último, en un recuerdo que se llevaba al infierno todos los deseos y anhelos de Juan. “El cántaro de leche” se dijo mientras caía de rodillas al suelo, se cubrió los ojos y se dio cuenta lo mucho que sabía Calderón, que le advirtió la noche anterior: “Pues que la vida es tan corta, soñemos, alma, soñemos otra vez; pero ha de ser con atención y consejo de que hemos de despertar de ese gusto al mejor tiempo”.
Los párpados de Juan parecían haber levantado una huelga ese miércoles en la mañana, la noche anterior se había quedado leyendo a Calderón de la Barca hasta altas horas de la madrugada, y ahora más que nunca le parecía que la vida era sueño. La repetición de la alarma interrumpió sus pensamientos e invadió violenta sus oídos, casi malévolo, el sonido chirriante se fue escabullendo dentro de su cerebro como una miserable rata, rata que buscaba teñir su existencia con un color igual de miserable. Casi inconciente, maldijo al Juan del ayer que decidió poner el celular lejos de su cama, lo que le había parecido una magnífica idea para obligarse a despertar y pararse, se tornaba ahora en la maquinación perversa de un demonio que deseaba subyugarlo bajo el peso de la irritación.
El ruido era agresivo, traidor, hiriente. No se detenía, perseveraba en su ataque, terco como él solo, daba la impresión de querer burlarse de la inmovilidad de un Juan indefenso y vulnerable. Ante la insistencia, se hacía necesario reunir fuerzas, la lucha contra tamaño enemigo requería trabajo, podía escuchar el entrechocar de sables entre el ejército del placer y los regimientos del deber, sentía en su interior la cruenta guerra del que tiene la obligación de levantarse. Lentamente se sentó en su cama y se restregó los ojos, aún adormilado, buscó casi a tientas el celular con la mano, y cortó la alarma.
Inmediatamente quedó embriagado con una sensación de alivio demasiado grande para ser sana, no resistió la tentación de dirigir los ojos hacia su cama, que lo miraba seductora, tan natural, tan suave, tan hermosa… embelesado, se dejó llevar por las promesas de amor de su colchón, y se envolvió en sábanas mientras escuchaba la dulce voz de la satisfacción revoloteando en su cabeza. Juan cerraba los ojos, y la realidad se esfumaba junto a la sensación de estar cometiendo el más afrodisíaco de los errores.
Nada dura para siempre, el sueño inocente de un colegial no es la excepción. El mundo real abofeteó iracundo al adolescente con la fuerza de la verdad, al mismo tiempo que un brillante 8:47 salía de la pantalla de su celular a aguijonearle la tranquilidad. “La suerte está echada” pensó, no tenía sentido intentar llegar a las 8:20. Así que con aires de gerente se duchó y con la solemnidad de un coronel se puso el uniforme, sin optimizar ni un solo segundo.
Al borde de la prudencia, salió de su casa un poco más allá de las nueve, cierto era que ya iba atrasado, pero no tan cierto como las lentas páginas de soliloquios desesperados que había atropellado en la noche, ni como los lamentos de Segismundo contra el cielo. Calculó que saliendo a esa hora, la micro lo dejaría cerca de su colegio unos minutos antes de las 10, momento en el que empezaría su prueba de lectura. La obsesión por ese examen se había vuelto algo casi febril, hasta peligroso. El odio que con devoción profesaba a su profesor de castellano lo había empujado al deseo de sacarse un brillante siete, qué mejor tapabocas para el infame que clase tras clase se encargaba de humillarlo y hacerle notar que era un auténtico desastre para cualquier cosa que significara literatura. ¡Ah! De sólo pensarlo le hervía la sangre y más se relamía los labios con su propósito, quería practicar la más desagradable y pedante sonrisa de suficiencia jamás concebida para blandirla frente al profesor, y guardaría en su memoria para siempre la cara de angustia que sin duda se esculpiría en su anciana cara.
Mientras pensaba esto se dirigía al paradero, la vereda era la misma de siempre, dispareja y confiable. Los tuliperos que pasaban a su lado eran los mismos de siempre, saludables y leales. Las casas de su barrio se mostraban alegres y reales, era un bonito cuadro, un buen día. Divisó el paradero al otro lado de la calle, estaba ahí clavado donde debía estar, sin sorpresas, ni trampas. Solo tenía que cruzar.
Súbitamente, el ronroneo de un diesel enorme creció hasta escucharse en todo el lugar, presa del pánico, miró temblando hacia el único responsable posible, la micro. Bajaba despiadada por el otro lado de la calle,sin importarle que el joven que la miraba la necesitaba, faltándole el respeto a Juan exhibiendo con un pavoneo las firmes y amarillentas cifras “C12” enmarcadas en negro. Siguió hasta covertirse en un rayo refulgente, bajando con el frenesí de un caballo desbocado, en una ilusión hecha añicos, en una sombra roja y difusa, en la ficción de un desesperado, y por último, en un recuerdo que se llevaba al infierno todos los deseos y anhelos de Juan. “El cántaro de leche” se dijo mientras caía de rodillas al suelo, se cubrió los ojos y se dio cuenta lo mucho que sabía Calderón, que le advirtió la noche anterior: “Pues que la vida es tan corta, soñemos, alma, soñemos otra vez; pero ha de ser con atención y consejo de que hemos de despertar de ese gusto al mejor tiempo”.
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