La aldea de Merlín
Existen en Chile lugares alejados, ocultos y misteriosos.
Tenemos esquinas minúsculas en dobleces del mapa en los que se elevan
suplicantes hogares al cielo. En las más recónditas de esas colonias de
humanidad se produce un fenómeno hermoso de percibir, y es que al mismo tiempo
que se levantan casas y se clavan tablas, se teje una red, un ambiente de
fantasía, una frontera de misticismo casi palpable. Una de esas mágicas
localidades es Caleta Tortel, a quien tuve la suerte de estrechar la mano un
día en que la lluvia sureña hacía florecer sus más íntimas leyendas.
Un ejército de lengas melancólicas guarda la entrada al
reino del famoso puertecillo, lengas sumisas al interminable bombardeo de las
nubes, lengas que dejan pasar indiferentes el frío paso del tiempo y lengas que
han llorado cientos de penas e incendios por sus hojas. Pareciera que cuando
uno se va acercando a Tortel llega la hora de cruzar un portal, una vez al otro
lado nos visten de testigo, y con los pies en la madera podrida, percibimos ese
algo incorpóreo que es como una telaraña poderosa, una sensación de estar
desconectados del tiempo e inmersos en un mito, en algo muy superior a nosotros
y en un aire que se escapa de la razón y nos convierte en personajes de un
cuento irreal. Este abstracto es parecido al recogimiento que nos invade al
entrar en una catedral inmensa, construida sobre piedras milenarias que
muestran las cicatrices de un Cronos insaciable, y que encierra tras sus
vitrales torrentes de historias, fábulas y relatos que reúnen multitudes en
torno a lo que les importa. No podría estar seguro, pero imagino que es la
misma sacudida del encanto que sentiría sentado encima de una piedra áspera,
abrazado por el silencio tibetano, espectador de los coloridos templos
puntiagudos y de las solitarias banderas de papel que se mecen por las brisas
nepalíes.
Puedo volver a situarme en las pasarelas cantarinas de
Tortel y en el camino húmedo hacia la costa, desde donde veo hacia arriba las
casas aferradas a una selva dichosa, a una fiesta silvestre de especies,
rebosantes de ganas de seguir coexistiendo con el hombre que ha sabido
adentrarse en sus entrañas, antaño respetuoso de los límites de su privacidad.
Pero este marco paradisíaco tiene sus heridas: la basura grita rabiosa su
existencia, afloran las innumerables latas de cerveza, plásticos lastimeros y
papeles arrugados, incluso algunos horribles carteles desteñidos se han convertido
en parte del elenco miserable que compone la obra del culto a lo feo tan
bien descrito por Joaquín Edwards Bello. No sé
si es peor la indiferencia o el descaro de una generación que recibió en sus
manos una cuidadosa creación de hechizo urbano, y que se ha dedicado a plagarlo
de suciedad, el más poderoso disolvente de ese mito tan delicado y lento de
afinar, que una vez que muere, no resucita jamás.
Hay muchos habitantes de Tortel que no se dan cuenta de que
viven en un oasis de realidad, único en Chile, en América, en el mundo y en las
millones de galaxias que componen su entorno. Destruir este santuario significa
la extinción de una porción de idiosincrasia nacional. Duele darse cuenta de
que no le estamos tomando el peso al significado de un poblado que flota en su
totalidad sobre pasarelas traídas directamente de un cuento de los hermanos
Grimm.
Personalmente, más
impresionante que la inigualable costanera de madera, son las plazas techadas
que descansan en el esqueleto leñoso del pueblo. Son espacios abiertos y
amplios, que incluyen bancos, escaleras, toboganes, columpios y barandas al
abrigo de las tejas obstinadas. Esas plazas son más que monumentos nacionales; más
que interesantes, son verdaderamente bellas, obras de arte que se encargan de asumir
un papel indispensable en la sociedad, el de punto de reunión familiar,
escenario de la risa infantil y cuna de alegría comunitaria, fuente de las
relaciones personales que marcarán a los siguientes responsables de mantener
vivos esos puentes, esas paredes, esos pilares.
No hay nada menos eterno que un viaje, el parpadeo de
felicidad llega a su fin en forma de una dolorosa despedida. Terminando, los
viajeros se esmeran en disfrutar hasta del frío que pasan empapados en Tortel,
con los codos apoyados en un firme ciprés, pensando que quizá sea la última vez
que saluden a la niebla pícara de la
tarde que dibuja siluetas contra el agua. Cada crujido de cada paso se convierte
en único cuando se acerca implacable la hora de partir, que amenaza a los
forasteros con romper el sueño que han creado, pero que les permite guardar en
el recuerdo el encuentro personal que tuvieron con su amante fugaz, amante que
grabó a fuego su paso por la historia de todos sus pretendientes.
Se descascara la imagen religiosa a medida que
me alejo de la nostálgica caleta, siento que se me arranca el velo sagrado y vuelvo
a los caminos ripiados de la Ruta 7, tan concreta y funcional, rodeada de árboles
y riachuelos muy distintos a los de hace un rato. Ya no están vivos ni
ardientes, ya no vibran, ya no tienen ese brillo profundo y ese abismo de novela,
son nada más que árboles y riachuelos verdaderos, superficiales y livianos, que
surcan una pura, dura y simple realidad.
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