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Historia de un Muerto

Un cuerpo ensangrentado y carente de vida adornaba el suelo del departamento. El cuchillo rojizo entre las manos de un sollozante hombre de rodillas junto al cadáver daba a entender lo sucedido sin necesitar palabra alguna. Cuando la policía entró en la habitación, la libertad del sospechoso dio un grito de desesperación sin sonido ni letras, y la  euforia inundó por completo sus ojos. De inmediato,  sujetaron al portador del arma y aprisionaron sus muñecas entre frías y gélidas esposas. Los llantos impedían cualquier intento de articular palabra, mas la mirada indicaba un trozo de papel extendido y manchado que reposaba en el pecho del muerto. Un delantal blanco corrió a investigar la pista. Una carta. Un testimonio del recién asesinado, cuyas palabras, algo tapadas con sangre, gritaban el último mensaje del fallecido.

Queridos hermanos, amigos, familia. Querida Mónica:

Después de que infinidades de planes macabros recorrieran mi mente con el fin de alejar a Ricardo de ustedes, y el odio cegara mis principios y mi moral, decidí finalmente que el asesinarlo no era una idea descartada. Al contrario. La verdad me agradaba bastante, y creí pensar que era la mejor solución para resolver los problemas que a todos nos hostigaban en igual escala. Abrí el cajón de la cómoda, y guardé en mis bolsillos el puñal del Tata. Ya estaba listo. Todo lo planeado sonaba perfecto. Una llamada anónima, una amenaza, una visita, un cuchillazo, y un escape al Perú. Mis pasaportes estaban al día, y me preocupé de que los de ustedes también lo estuvieran. Pero algo me detenía, algo que por casi diez minutos me mantuvo con un teléfono en las manos, sin poder marcar número alguno. Diez minutos de mi vida  que me odié con todo corazón, sin saber porqué. Entonces marqué. 667 83… después de que el aburrido y repetitivo tono sonara unas doscientas veces, la voz de Ricardo se escuchó por el otro lado del auricular… Aló… Ricardo… ¿sí? ¿Con quién hablo?... No pude evitar guardar silencio. Las inseguridades me atacaban, y los temblores acudieron a mis brazos. Tal vez no pensé muy detalladamente en el plan. Tal vez me estaba dejando llevar por sentimientos, por pasiones. Pasiones que capaces de dominarme, algún día quizás me llevaran a atentar contra alguno de ustedes  ¿Quién sabe? El miedo reemplazó la inseguridad, e instintivamente, corté la llamada. Lloré. Lloré como nunca lo había hecho, y fueron esas lágrimas las que me hicieron entrar en razón. Entendí que me dejé llevar, que no supe controlar mi ira ni mi impotencia. Mis celos. Mis celos contra alguien que quizás recibía más aprobación que yo mismo en mi propia familia. Me di cuenta que el único culpable del odio que me invadía era yo mismo. Era yo quien impregnaba mi corazón en penumbras y mi mente en atrocidades. Comencé a odiarlos a ustedes, por no poder entender a un padre, a un hermano, a un marido. Pero ese odio no duró más de unos minutos, para después volverse hacia mí nuevamente… No puedo seguir así, pensé. El único culpable y merecedor de cárcel y muerte en ese momento era el que hoy les escribe. Una bestia como yo no podía seguir suelta entremedio de tanta gente indefensa. Me estaba convirtiendo en un peligro, y entendí que mi víctima no era la correcta. Volví a tomar el teléfono, marqué nuevamente. 667 83… Ricardo… ¿Quién habla? Estoy ocupado ¿Qué necesita?... Perdón amigo, soy yo, Pablo. Quería despedirme, te pido disculpas por muchas cosas, y gracias anticipadas porque sé que serás tú el nuevo defensor de los míos. Un abrazo.

 Gracias por todo.


Las esposas se abrieron, y la libertad volvió al nuevo defensor.  La puerta se abrió de golpe. Familia, hermanos, amigos… Mónica.

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