Tuve suerte. Generalmente no la
tengo, y mis expectativas resultan ser ridículamente altas. Pero esta vez, tuve
la suerte de esperar de la puesta en escena de “Los Mosqueteros del Rey”
exactamente lo que cabía esperarse: una pantomima, cuyo único propósito era
hacer reír al público (público fácil e indulgente, por lo demás) con las
bufonadas de sus actores. Me gustaría poder jactarme de mi criterio, pero la
verdad es que cuando se trata de valorar el arte en general, mis críticas no
pasan de ser un parámetro idealizado y volátil. Esta vez, sin embargo, tuve
suerte, y pude, sin buscar evaluar minuciosamente lo que veía, gozar con la
obra. Pude revolverme con gusto entre las carcajadas de la audiencia y
divertirme.
Probablemente el resto del público
tuvo suerte también (o tal vez pudo ser realista), porque de principio a fin las
risas se arremolinaron en el espacio reducido de la sala. En medio de la
hilaridad general, los cuatro actores exageraron su personalidad en una parodia
de sí mismos. Los cuatro lograron congraciarse con su propia caricatura. Si se
hubiese tenido como puntos de comparación otras obras de teatro del colegio, de
calidad dramática y montaje muy superiores, la desilusión hubiera sido devastadora.
Sin embargo, a los pocos minutos de comenzada la función, la audiencia logró
intuir perfectamente que lo que se disponía a ver no era fibra de Broadway ni mucho menos, así que se echó hacia atrás sobre su asiento y se resignó a una
agradable hora de jolgorio.
Por mi parte, por algún motivo que
desconozco, me hice una expectativa muy acertada de lo que serían “Los
Mosqueteros del Rey”. Tal vez fueron las caras del folleto, que pronosticaban
un aguacero de estupidez. Tal vez algún comentario por adelantado que
inconscientemente habré retenido. No lo sé, pero tuve suerte de poder reírme de
corrido, porque a eso fui. Tuve la suerte de disfrutar la obra.
¿Qué fue, exactamente, lo que motivó
las risas del público? Pareciera ser que fue, como creo haber mencionado, la sátira que
cada actor logró de sí mismo. Y es que cada uno interpretó perfectamente su propio
personaje: Turner, una expansiva, estridente y calamitosa pesadilla de déficit
atencional. Zañartu, el irritable e indigerible “último hombre maduro sobre la
faz de la tierra”. Silva, una veleta que giraba entre los aleteos de su tutú, despeinándose con algunas ráfagas de virilidad. Es increíble como estos
tres amigos pudieron esculpir sobre… ¡Ah! ¡Falta Fontaine! Fontaine… el enemigo
más encarnizado de la seriedad, la pulcritud y la puntualidad. Un testarudo a
toda prueba, siempre en el lugar equivocado, en el momento equivocado y,
ciertamente, con la actitud equivocada. Es increíble como estos cuatro amigos
pudieron esculpir sobre sí mismos, a sí
mismos; como pudieron ser a una sola vez personaje y actor; como pudieron
convertirse en los dramaturgos de su propia comedia. Esto causó la risa del
público: no la calidad humorística ni el ingenio, sino el poder reconocer a los
cuatro actores sobre el escenario, expuestos en su carne más verosímil.
Yo, el público, todos tuvimos
suerte. Suerte de no intentar ver en esta genial comedia algo más de lo que
pretendía ser, suerte de ahogarnos entre carcajadas, suerte de poder captar con
extremada rapidez el juego al que nos invitaban estos cuatro mosqueteros del
rey.
Felipe Cousiño
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