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La Droga de Cobra. Cuento Concurso



Las puertas rechinaban, el sol atacaba la sombra que iba a refugiarse bajo los techos, el silencio reinaba en el Oeste, mientras que dos hombres bebían y bebían whiskey en el Saloon del pueblo. Los revólveres estaban sobre la mesa, junto con los respectivos sombreros. Las viejas cuerdas y las teclas de marfil adornaban la instancia con un agradable murmullo. De vez en cuando un fuerte golpe de los vasos contra la barra exigiendo un relleno, o una camarera a medio vestir recogiendo platos y jarras de cerveza sucias entraban en la escena.  Todos los clientes intentaban ocultar su miedo hacia estos dos hombres. Algunos reían ruidosamente para dar cuenta de que no les interesaba que estuviesen ahí. Otros coqueteaban con la semidesnuda camarera, y otros simplemente bebían hasta caer sobre las mesas redondas del local.
El lugar era bastante acogedor a decir verdad. Un fuego caliente ardía encarcelado en la chimenea, sobre la cual se podían apreciar innumerables afiches de un color amarillento, roídos por los ratones. Cada afiche mostraba un rostro más desagradable que el anterior, adornado con un gran WANTED, DEAD OR ALIVE, y un número con muchos ceros que indicaba la recompensa. Para estas historias, claramente uno de los bandidos  buscados era el que se estaba embriagando con whiskey en la barra (siempre el más robusto de los dos que están ahí), y obviamente ningún hombre tenía el valor de capturarlo. Son cosas que pasan en los pueblos pequeños. Gente que no se atreve a enfrentar a alguien, cuando en realidad ese alguien, es un simple vago que no tiene donde dormir, y se pasa recorriendo el desierto buscando personas que intimidar y bancos que robar, para ganarse al menos un poco de respeto y algo de dinero, gastado, posiblemente, en fuertes licores, mujeres y quizá un par de espuelas. Pensándolo bien, la superioridad de ese ladrón frente a los pueblerinos es nula, pero aparenta tenerla tan solo por portar más de un arma en su cinturón, y un caballo musculoso, rápido y negro.
De pronto, el más robusto de los hombres, se metió una hoja de tabaco a la boca, se puso el sombrero sin esconder su poca sobriedad, y cogiendo el revólver, comenzó a explicarle algo a su compañero. Parecía una especie de amenaza. Era un acto bastante peligroso. Alcohol y armas nunca han sido una gran combinación, y menos en manos de alguien que la sacudía de esa manera, haciendo mímicas y estupideces que constantemente golpeaban sin querer la cara de su amigo con el cañón.  Tantas vueltas y vueltas que finalmente esta cayó al suelo. Risas disimuladas se escucharon en el  bar. Sabrán ustedes que el no manejar perfectamente una pistola entre los dedos, inmediatamente marginaba de la inteligencia a cualquier hombre. Los mismos músicos dejaron de tocar para llevarse una mano a la boca intentado ocultar su sonrisa. Era ridículo pensar que el bandido más peligroso del oeste había quedado como un completo novato frente a gente tan sencilla y poca cosa. El otro hombre que lo acompañaba se levantó rápidamente de su piso, y se alejó para que no lo vieran con el recién humillado. Era una escena espantosa. Toda la atención estaba fijada en el bandolero, quien solo con una vistosa vena palpitante en su sien demostraba que la ira lo invadía poco a poco.  Se levantó rápidamente de su silla, y con pasó decidido se acercó al cliente más próximo a la barra para darle un puñetazo en la nariz, y luego apuntarlo con una hermosa  Colt.45 de cañón largo que iba colgando de su cinto. El silencio se adueñó del bar. Todos los músculos de todos los demás clientes estaban tensos. Todos menos los de la coqueta camarera, que se acercaba silenciosamente por detrás del bandolero, hasta quedar a la distancia perfecta para golpear su cabeza con la botella de la cual él mismo estaba bebiendo. Los vidrios saltaron al mismo tiempo que una bala salía despedida del cañón, yendo  dar a una de las lámparas que iluminaban el local. De pronto la música empezó. Un ritmo rápido y de acción envolvieron el ambiente, y las peleas comenzaron a acompañarla cual baile. Combos de aquí para allá, a ojos cerrados, sin siquiera ver a quien se golpeaba. El tranquilo escenario ahora era un verdadero combate sin equipos ni bandos. Y claro, los que disfrutaban el espectáculo eran nada más que la camarera sentada en la barra seduciendo al barman, y obviamente los músicos.  Las puertas del Saloon se abrían constantemente para dejar entrar a más gente que escuchaban los golpes desde afuera y deseaban unirse. Todo era divertido hasta que sonó otro disparo, seguido del alarido de un hombre. Todo se detuvo. Pelea, música, inclusive el coqueteo de los empleados. La multitud clavó los ojos en el bandido, quien tenía el pie sobre el cuello de un pueblerino tendido en el suelo, herido de bala por su costado y gimiendo de dolor.
- ¡¿Creen que vengo aquí por diversión?! – Exclamó el ladrón con voz áspera pero potente –  Porque yo también puedo entretenerme – agregó  susurrando, mientras giraba el tambor de su arma para luego disparar entre los ojos del hombre caído. Algunos murmullos de desaprobación sonaron entre el gentío, quizás dos o tres, porque el resto se mantuvo en completo silencio. El asesino retiró su bota  del muerto, y se escabullo por entre el montón, sin que nadie dijera nada. Todos se movían para dejarlo pasar, todos temblando de miedo, todos enmudecidos, oprimidos por el terror de una bala. Todos excepto un niño, que se interpuso en su camino, con mirada desafiante y segura. Tenía la punta de la nariz manchada con carbón, al igual que las yemas de los dedos. Ningún rastro de vello facial asomaba en su rostro, a  diferencia del bandido, que se adornaba la barbilla con una barba desaliñada y con falta de cuidado, resaltando aún más las cicatrices que recorrían su cara, junto con aquellos ojos azules, asesinos por si solos, y gélidos como hielo y metal. El bandolero sonrió, y con un leve empujoncito intento sacar al crío de su camino. Pero el pequeño volvió a cerrarle el paso, sin ningún cambio de expresión. El hombre volvió a reír y preguntó. “¿Este es su defensor, cabras cobardes? ¿Este pobre niño va a crecer entre un montón de afeminados que con un solo disparo se les acaban las palabras?” Ninguna voz contestó. Unos ojos llorosos y atemorizados hacían señas al muchacho para que volviera a los brazos de su padre,  siempre cuidándose de no articular sonido alguno. Pero el  cachorro parecía no tomarlo en cuenta.
El vaquero se arrodilló. Para sorpresa de todos, extrajo otra arma, esta vez del interior de su bota, y se la entregó al niño, seguido de un guiño y unas palmaditas en la mejilla, como dando a entender que él era diferente a los de su pueblo, y que no  merecía aprender de ellos. Luego tomándolo en brazos, se puso en pie, y se encaminó a la salida. La confusión del pequeño se hacía cada vez más intensa a medida que se acercaban a las puertas. Pero justamente, antes de abrir, el raptor se giró sobre sí mismo y agregó “Ah, se me olvidaba. ¿Joe?”
- ¿Sí? – contestó el hombre que anteriormente había estado bebiendo con él, para después marcharse sin que lo vieran.
Al bandido se le dibujó una sonrisa en la cara al verlo. Sonó un disparo, y otro cadáver adornaba el suelo de la cantina.
Se encontraba ya afuera con el crío, mientras adentro la multitud seguía tratando de digerir todo lo sucedido. Cuchicheos, murmullos, y llantos. Llantos del padre que perdió a su hijo a manos de un ladrón al que nadie supo detener.
Era un pueblo bastante elegante. Con las clásicas construcciones pareadas unas con otras, todas de madera, todas barnizadas, aparentando estar completamente parejas, con el típico color descascarado. A las afueras del bar se apreciaba un orgulloso cartel verde, también de madera, colgando de unas cadenas, en el cual se leía Saloon, adornado con unos inmensos cuernos de buey. Una suave brisa acompañaba al silbido del viento, mientras torbellinos de polvo se levantaban en el camino. Algunos zorros  escarbaban la basura, buscando algo de comida, esparciendo los pedazos de caucho viejo por todo el suelo, y las moscas se posaban en los zorros buscando mugre, para así seguir el aburrido ciclo de la cadena alimenticia. La ley del más fuerte. Usada por algunos para sobrevivir y ser respetados. Para abusar y ser recordados. O simplemente para atemorizar por mero placer.
            En fin, el caballo esperaba a su jinete amarrado a una estaca ridículamente pequeña, de la que cualquier animal podría escaparse sin menor dificultad. Pero por alguna razón, la bestia se mantenía quieta, moviendo de vez en cuando la cola con el fin de espantar algunos insectos.
Cada pisada del bandolero era coreada por el tintineo de las espuelas, el sonido de saliva seca al mascar las gastadas hojas de tabaco y los cansados llantos del niño, que ya no iba en brazos del ladrón, sino que de la mano de este, siempre intentado zafarse sea como sea.
            Al llegar junto al potro, extrajo una Winchester 40 dentro de una funda colgada a la montura, corroboró si la llevaba cargada, y acto seguido, la volvió a enfundar.
- Y supongo que sigues pensando que te he sacado del bar para que aprendas de mí ¿no? – exclamó sin siquiera mirar al crío. Una siniestra sonrisa se dibujó en su cara para luego agregar para sí mismo – Niños.
El pobre muchacho no articuló palabra alguna. Se quedó parado donde mismo, secándose las lágrimas de la cara e intentando imaginar la imposible opción de vivir feliz siendo criado por un asesino. El desierto acogía al silencio, el sol atacaba las sombras que iban a refugiarse bajo los techos. Esas sombras que probablemente alguna vez sirvieron para esconder al bandolero, mientras vigilaba y entendía cómo funcionaba la aburrida rutina de las aburridas personas de un aburrido pueblo.
La cuerda amarrada a la silla del animal tironeaba al niño por las manos para que siguiera el paso, mientras el jinete cantaba cómodamente en la montura de su bestial caballo.
                                    El desierto te espera ardiente
                                   Quiere otra víctima para su colección
                                   El diablo prepara tu bienvenida
                                   Así que ve al bar y embriaga tu corazón
                                   Carga tu arma, monta tu caballo
                                   Galopa junto al  sol y espera la ocasión
                                   Quizás Él ya llegó y te este aguardando
                                   Recuerda que el whiskey le encanta a dicho señor
                                   La larga vida quizás te regale hoy.
Todo esto seguido por una serie de silbidos y tarareos ásperos, algunos partes de la canción y otros para reemplazar las frases olvidadas. El sudor recorría los tres cuerpos andantes, principalmente el del pobre muchacho, tironeado constantemente por la bestia.
            Recorrieron kilómetros y kilómetros, soles y lunas, descansando solo para dormir y para recoger agua si es que un oasis se dignaba a aparecer en ese mar de arena y maleza.
El calor ya estaba deteriorando poco a poco al pequeño. Los pómulos ya sobresalían de su rostro, y la flaqueza comenzaba a presentarse de forma intensa. Un paso siempre era más difícil que el anterior, tanto así que cada cierta distancia, el debilitado cuerpo del desdichado caía al suelo y era arrastrado por la fuerza del animal, hiriendo sus rodillas y sus brazos. Ya era tiempo de que el bandolero lo subiera al caballo, o por último le diera muerte para que el dolor no se prolongara. Pero al parecer su cordura también estaba atrofiada, y no relacionaba la edad de su presa con el peso del viaje.
Un día, cuando el sol estaba escondiéndose, el asesino se detuvo a descansar junto a un precipicio en el cual se podía ver un pueblo cercano. Amarró a su caballo a un pequeño árbol, e hizo una fogata. Dio de beber al niño un poco de agua con unas gotitas de whiskey para mantenerlo despierto y le ofreció algo de añeja carne seca. Esa noche fue donde comenzó su primera conversación en semanas.
- Entonces. ¿Qué edad dijiste que tienes? – Preguntó el vaquero con una amabilidad nunca antes vista en aquellos días.
- No te lo dije – Pudo formular con esfuerzo
- No, creo que no... Haz aguantado bien. Creí que morirías al tercer día.
- ¿Cuánto tiempo llevamos caminando? – Preguntó el niño después de mirar a su raptor con odio.
- Llevamos un poco más de una semana. ¿Pero qué interesa? Vamos, dime cómo te llamas.
-  No tengo nombre – Se demoró en contestar – Algunos me llaman Niño, otros Zorro, unos pocos me dicen Bill, por mi padre, y él me dice Cobra. Pero la  verdad no me identifico con ninguno.
- ¿Y no has pensado en ponerte un nombre tú mismo? – Preguntó intentando no cortar la conversación después de que un silencio incómodo se había apoderado de la situación.
- ¿Para qué? Igual me van a llamar como quieran.
- Pues para hablar contigo mismo, para poder conocerte mejor. Porque hasta el momento no eres nadie si es que no tienes nombre, no posees ninguna especie de…
- ¿Tú cómo te llamas? – interrumpió el niño.
- Yo hago las preguntas niño – Contestó a la defensiva - ¿Qué edad tienes?
- Tampoco lo sé – Contestó algo avergonzado – No me interesa mucho. Perdí la cuenta al cumplir los diez.
- Es gracioso. Tú no tienes nombre, y yo no te diré el mío. No sabes cuánto has vivido, y yo tampoco.
- ¿Cómo te referirás a mi? – interrumpió otra vez. Al parecer no tenía la capacidad de seguir una conversación ligada.
- Creo que Cobra me agrada. Peligroso y mortal. Recuerda que tienes una de mis armas.
El niño abrió los ojos de par en par. Se le había olvidado por completo ese pequeño detalle. El presionar el gatillo del juguetito podría haberlo salvado de todo este problema. Extrajo el revólver de su cintura y lo miró con admiración.
- Te preguntas por qué no has terminado con todo esto aún ¿no? – Dijo el bandolero rompiendo el silencio con voz grave e inyectando sus ojos azules en los ojos verdes del crío.
-  Quizás porque no estoy listo para asesinar a alguien – dijo sin quitar la mirada de la hermosa pistola, otra Colt. El vaquero sonrió y exclamó.
- Eres más inteligente de lo que pensé. No todos fuimos hechos para disparar ¿sabes? Algunos nacieron para simplemente estar ahí. Para llenar vacíos… Para ser olvidados.
- ¿Y crees tú que te recordarán por ser un vil y frío asesino? – Atacó el niño desafiante.
- Tú lo harás, y tu padre también. Con dos personas me basta – Contestó irónico. Lágrimas aparecieron en los ojos del pequeño, quien trató de ocultarlas girando sobre sí mismo y tumbándose en el suelo para dormir.
- Creo que prefiero ser olvidado – dijo después de unos cuantos segundos.
- Recuerda que no todos nacimos para disparar. Quizás te recuerden por otra cosa. – Contestó el bandido – Piénsalo. – Y tumbándose en el suelo se dispuso a dormir. – Ah por cierto. Me llaman Huracán.
Esa noche el muchacho soñó con su hogar, soñó con su padre bañado en lágrimas haciéndole señas para que volviera a él. Soñó con las tranquilas noches en su pueblo, con los cantos y fiestas mirando el fuego, mientras que los adultos se emborrachaban, y los niños miraban y buscaban figuras entre las estrellas. Pero claro, no todo era un paraíso. El carbón no se extraía solo, y no eran los mayores los que se encargaban de conseguirlo. Y aún así prefería estar trabajando en minas oscuras y peligrosas antes que ser tironeado como esclavo, atado a un caballo que servía a un vil asesino cantante y errático. Bueno, a decir verdad, la visión del bandolero le cambió mucho después de aquella conversación. Lo sintió más… ¿Humano?… ¿Sensible?... “No todos fuimos hechos para disparar ¿sabes?” Esa frase estuvo presente en todos los sueños que dibujo su mente en aquella oportunidad. Se le hacía tan familiar. Como si la hubiera escuchado antes, en alguna parte.
A la mañana siguiente despertó con un enorme gentío alrededor suyo, escobillando su pelo, empolvando su cara, y arañando sus ropas. Algo parecido hacían con el vaquero además de indicarle algunas instrucciones escritas en una hoja de papel sostenida por un tipo extraño de pantalones cortos, sandalias y un peinado lo bastante raro para sobresalir entre el paisaje.
-  Me gustó tu trabajo chico. ¿Hay posibilidad que hoy sea con más lágrimas? Será la misma escena. - Habló un bigote en un rostro gordo y simpático. - Creo que me entendió - añadió dirigiendose al resto del equipo. - Muy bien, a sus puestos. Partimos en tres... dos... uno... Luz. Cámara. ¡Acción!


Agustín Valenzuela

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