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¡Cuídalo! – me dijo secamente antes de entrar a la tienda y pegarme un portazo
en la cara.
Me
senté entonces en el primer escalón que daba acceso al establecimiento,
aliviado de su presencia. Miré a mi alrededor.
Encontreme
en una pequeña plaza triangular, adoquinada y de color ocre. Era tranquila, no
había mucho movimiento, solo un pequeño café cuyos últimos clientes
probablemente no tardarían en irse. No debían de ser más de las siete de la
tarde y el sol iluminaba con sus últimos rayos el agotado día. A pesar de la
hora, todavía hacía mucho calor. Muchísimo calor. Me enjugué la frente. Sin
duda, los materiales y la falta de viento en la menuda plaza no contribuían
mucho a disipar el bochornoso aire, antes bien, solo lo acentuaban atrozmente.
La
tarde anaranjada hubiera sido muy agradable de no haber sido por la calorina, es
más, incluso hubiera sido perfecta si tampoco hubiese existido el perro.
Ese
perro.
Gordo,
decrépito, arrugado, canoso, grasiento, medio cojo, medio ciego y siempre adormilado.
¡Cuánto lo odiaba! Echado a mi lado, su fofo cuerpo se acomodaba a las irregularidades
de la escalera. Ya estaría durmiendo, aunque no podía saberse a ciencia cierta.
Sus ojos hundidos por los años entre pliegos y pliegos de seboso pelo corto
jamás podían ser vistos y delatar su estado de conciencia. ¡Cómo te odiaba
estúpida y senil criatura! Quizás no tuvieras la culpa, después de todo jamás
hiciste gran cosa: dormías, comías, te echabas y eras viejo. El problema era lo
que conllevabas. Desde que mi mujer te heredó de alguna tía abuela mítica me
desplazaste. Al principio lo toleré, era natural que ella quisiera estar con la
mascota de su infancia, pero luego las cosas se excedieron. Te tejieron chalecos,
ocupaste mi cama, te llevaron a salones de belleza obscenamente caros, te
aprovechaste de mis recursos ¡Yo comía tus sobras!... y ahora mi mujer te amaba
más que a mí ¡Perro estúpido! Ni que hubieras valido mucho ¡Mírate! Quizás ni
siquiera eras un fino sabueso de raza como decía ella. Te apuesto que no eras
más que un quiltro de segunda generación. Y cómo odiaba tu cara y tus orejas
caídas y tu papada y tus numerosos pliegos ¡todos y cada uno de ellos!...
Así
discurría sobre mi odio profundo al miserable animal, el que se veía intensificado
por el tedio de esperar a mi señora y el calor que ya se hacía infernal.
Víctima de estos pensamientos, le propiné una pequeña patada a la alimaña para
empujarla, o a lo menos molestarla. De algún modo debía expiar sus pecados. Sin
embargo, apenas mi zapato hubo hecho contacto con su asqueroso cuerpo alejé el
pie espantado.
El
perro ni se había inmutado, debía dormir, y respiraba sonoramente.
Pero
su contextura…
Había
sentido que mi pie se hundía demasiado en sus entrañas Era extraño, ni siquiera
había sido muy fuerte el golpecito que le di. Aun así, era como si hubiera
estado hecho de… no sé… algo blando y asqueroso, como sebo o mantequilla.
Asombrado,
posé mi mano sobre él y para horror mío, esta se empezó a hundir lentamente en
el perro que parecía hacerse líquido. Sentí
que mi estómago se daba vuelta.
Lo
miré con mayor detención. Parecía estar desbordándose de sí mismo. La parte de su
cuerpo que estaba en contacto con el piso parecía estar perdiendo la forma y
derritiéndose.
Una
vez pasó el primer momento de shock supe que tenía que hacer algo. Mi mujer me
mataría si aquel ser no se encontraba tal cual me lo había dejado ¡Animal del
demonio! Tomé de este modo al can por sus gelatinosas patas y traté de
arrastrarlo a la sombra. ¡Dios me guarde! Su cuerpo no se había movido, sólo
sus patas, las que continuaban unidas al resto del cuerpo, aunque ahora más
estiradas y delgadas.
¡Maldición!
¿Qué haría? Mi mente trabajaba al borde del pánico. Cada segundo era de oro: el
perro se fundía sobre el suelo y pronto llegaría ella.
¡Condenado
calor y condenado cuadrúpedo!
Corrí
al café y pedí tan rápido como pude un vaso lleno de hielo. Apenas lo obtuve
corrí de vuelta a la entrada de la tienda y lo volteé sobre el animal, que cada
vez se hallaba más liquidificado.
El
contacto de los cubos de hielo con la mascota fue grotesco. Estos se hundieron
momentáneamente en su cuerpo y luego procedieron a flotar sin producir mayor
efecto.
El
perro resopló secamente ¡Que recaigan las penas del Infierno sobre ti bestia
inmunda!
Era
terror lo que sentía ahora. Impotencia. Probablemente ella saldría luego de la tienda. ¡Me mataría!
El
can estaba cada vez más disuelto sobre la escalera. Invadía ya su líquido, los
primeros adoquines de la calle. ¡Y seguía dormitando su abominable cabeza
plácidamente con una respiración profunda y constante! La mía en cambio se
alteraba notablemente por la angustia.
Traté
de recuperar la compostura. Enjugué mi frente, e intenté de volver a darle
forma con mis manos.
¡Era
inútil! El perro escurría lentamente por el suelo sin que mis manos pudieran
contenerlo.
Juraría
que se rio de mí con uno de sus ladridos secos y sin aire.
Encolerizado
ante la esterilidad de mis esfuerzos y por la trágica situación en que estaba
metido, pateé con fuerza su cola, la que fue a parar un par de metros más lejos
y que continuó licuafaciéndose en su nueva posición.
Perdí
toda esperanza. Estaba al borde de las lágrimas ¡Me mataría! ¡Y ahora se
escurría plácidamente por una alcantarilla!
En
mi tormento, intenté usar el vaso donde había traído los hielos para recolectar
el fluido.
¡Inútil!
¡Inútil todo! ¡Ay de mí!
Me
hallaba llorando de rodillas en este estado ante el charco de perro cuando de
pronto se abrió la puerta del local. Salió ella.
Cargada de bolsas y paquetes. Me miró a los ojos. Resbaló con el charco de
perro. Cayó ruidosamente en el pavimento, empapada de su amadísimo animal y
corrí. Y corrí como nunca lo había hecho.
Domingo Valdés
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