En esa época del
año el sol no se pone. “Noches Blancas”, las llaman, y la verdad es que eso
son. No, aún mejor: noches amarillas, o naranjas; la luz se cuela por las
rendijas de las persianas con ese mismo sopor anaranjado que tenía en Santiago,
un día cualquiera de verano a eso de las seis. Es esa luz que ilumina los
párrafos del diario del domingo; mala hora para leer, los cabeceos terminan
rindiéndose siempre a ese sueño perezoso que digiere el almuerzo. Las motas de
polvo revolotean como en cámara lenta, apareciendo y desapareciendo del caudal
de los rayos de sol. La noche, la condenada
Noche Blanca, que hubiese debido estar sumida en la oscuridad y el silencio,
sofoca el ambiente con su luz y lo aprisiona en un letargo del demonio. No hubo
ni un solo día, en poco más de dos meses que pasé allá, en el que pudiera
dormir como la gente, descansar. Siestas, largas siestas, y a veces más de una
por noche, pero no era más que eso.
Una de las
primeras mañanas de mi estadía, recibí un sobre. Se deslizó diligente por
debajo de la puerta y se quedó ahí esperando que lo cogiera. Miré el
despertador: seis de la mañana. Era increíble lo temprano que comenzaba el día
para estos guardianes del fin del mundo. Bueno, en realidad no lo era tanto. Era
de día todo el día, y en algunos meses más caería la noche. Si no hubiesen
mantenido estrictos horarios hubieran quedado completamente a la deriva,
abandonados al capricho de la somnolencia. En cambio, ceñirse a estos les
proporcionaba una gran ventaja: prácticamente podían elegir el horario que
quisieran, en función de lo que necesitaran; al fin y al cabo, era todo lo
mismo. Para mí, sin embargo, que me era imposible conciliar el sueño –éste me
acompañaba todo el día-, cualquier hora para hacer cualquier cosa me parecía
ridícula y hasta heroica; vivía presa de la flojera, y me costaba mucho
convencerme de que el resto de la gente no sintiera los ojos de plomo y la boca
de paja como me ocurría a mí.
Devolví la vista
al sobre; me exasperaba un poco que estuviera ahí tirado, y no veía mayor
sentido a quedarme ahí acostado, así que me levanté y lo cogí. Esperaba que
fuera otro informe del banco, esos informes llenos de letras y números y
balances con más letras y más números y proyecciones con más balances y rayas
para la suma y utilidades y pérdidas y más y más balances, y algún oficinista
aburrido tenía que mandármelo, y que yo, más aburrido todavía, tenía que leerlo,
y tenía que escribir de vuelta, agobiado o radiante, dependiendo del grosor de
los números y del optimismo de las letras que llenaban el informe. Desganado, eché
una mirada al sobre. Extraño, no llevaba el omnipresente sello azul del banco.
Lo di vuelta para mirar el remitente. Nada, sólo papel blanco. Ambos lados estaban
completamente limpios. Ávido –tan ávido como puedo haberlo estado en las
condiciones que he descrito- por la curiosidad, abrí el sobre. Tampoco había
nada dentro, nada. Estaba absolutamente vacío, y no contenía inscripción alguna.
Esto debía ser una broma. O tal vez, sonreí con amargura, por fin había caído
presa del sueño.
Dos días después
se repitió la escena. A eso de las seis, el sobre corría ligero por debajo de
la puerta y quedaba ahí en el piso, burlándose de mí. Esta vez me levanté de la
cama en menos de lo que salta una ratonera; el misterio no me había dejado en
paz hasta entonces, no había pasado un momento en que el inexplicable sobre
dejara de asaltar mis pensamientos. Me hallaba sumamente intrigado, y lo que es
peor, no parecía tener la más mínima pista. Podrán comprender que cuando sentí
los pasos que se acercaban por el pasillo hacia mi habitación, y el bendito
sobre que se deslizaba, mi curiosidad se desbordó completamente. Corrí los dos
o tres pasos que me separaban del intrigante trozo de papel y lo levanté para
examinarlo; anverso y reverso mantenían su mutismo. Sostuve el sobre unos
instantes, dejándolo colgar por una esquina entre el índice y el pulgar, como
un pañuelo, intentando sentir su peso; podía percibir que tenía algo más
dentro, era más pesado que un sobre vacío, y se cargaba hacia abajo. Un poco
más optimista, aunque muy nervioso, lo abrí. Nada. Rasgué el sobre, buscando
algo, lo que fuera. Al hacerlo, observé con gran desilusión que el sobre era de
un papel más grueso, y que probablemente había sido eso lo que me había llevado
a pensar que estaba lleno.
La realidad
volvió a caer sobre mí con todo su peso, pasado el breve momento de excitación.
Todo el cuerpo me pesaba, y la idea de volver a la cama me causaba una extraña
repulsión, como si fuera ella la causa de mi insomnio. Me acerqué a la ventana,
cuyas cortinas no filtraban la luz más que un mantel de encaje. Las persianas
eran el único bastión que la débil penumbra tenía contra la fuerza abusadora del
día. Abrí todo violentamente, sintiendo un dejo de placer ante la idea de
causarle un perjuicio al maldito hotel, que no se había preocupado de aislarse
completamente. Afuera corría un viento limpio y helado, que parecía el suspiro
de satisfacción del cielo sin una sola nube. El sol tendía sobre los tejados un
paño de luz fría, y las largas sombras de los árboles comenzaban a recortarse
contra el suelo; irónico, la escena era idéntica a la de un amanecer, pero la
última vez que había habido un atardecer había sido meses atrás. El sol hacía
una sátira de sus distintas posiciones, pero siempre confinado a la bóveda
celeste. La observación de este fenómeno único y hermoso hubiera reclamado a
cualquiera mucho más tiempo y maravilla, mas a mí en, ese momento, nada podía
interesarme más que mi oscuro remitente, y nada podía deprimirme más que ver el
sol.
El siguiente
sobre se demoró varios días en llegar, pero traía una novedad. Volvía a estar
vacío y en blanco, pero esta vez era un sobre mucho más grande, del largo de un
antebrazo, como para meter dentro un diploma. La variación, lejos de darme
algún indicio, o por último la sensación de haber descubierto algo interesante,
acabó de deprimirme; no fue el nuevo fracaso lo que me abatió, sino el darme
cuenta, mientras examinaba el sobre con una avidez animalesca, de la
importancia desmedida que habían cobrado estos esporádicos correos. Eran lo
único que ocupaba mi cabeza, tanto de día como de noche. En las pocas ocasiones
en que lograba pegar un ojo, mi imaginación se llenaba de montones de sobres,
todos con distintas direcciones y destinatarios, que desfilaban ante mi mente
sin orden ni concierto, y no dejaban de hacerlo mientras durara mi siesta. Irónicamente,
mis sueños constituían el único momento en que veía cartas con algún contenido.
En los días que siguieron hubo dos sobres más, todos a idéntica hora en la
mañana, deslizados de la misma forma. Como era de esperar, ninguno tenía nada,
y volvían a ser de dimensiones perfectamente normales. Un día me sorprendí
preguntándome por qué nunca había abierto la puerta para conocer a mi cartero,
que también se mantenía ensombrecido por el misterio; sigo sin explicármelo,
pero algo me retenía. Era uno de esos instintos basados en nada, pero que sin embargo
pueden sobre nosotros más que cualquier fuerza de la razón.
Durante el día
–digamos, las horas en que no estaba acostado intentando dormir- vagaba por las
calles arrastrando los pies. Me dolían los ojos, sentía como si una capa
externa los oprimiera todo el tiempo. Estaba permanentemente resfriado y todo
me sonaba desagradablemente agudo y estridente. Mi capacidad de concentrarme se
deterioraba día a día, e incluso llegué a tener problemas para enfocar bien.
Después de chocar una vez al estacionar el auto, y de casi atropellar al
acomodador, decidí que era más sano mantenerse alejado del volante. Tomé la
misma actitud hacia el alcohol y el café, siguiendo el consejo de algún colega.
La gente local me hacía todo tipo de recomendaciones, pero ninguna parecía
ayudar; probé dormir con antifaz, pastillas para el sueño e incluso dormir al
revés (con la cabeza bajo las sábanas y los pies en la cabecera), pero el
problema persistía. Llegué a la inevitable conclusión de que no era la luz la
que me arrebataba el sueño, al menos no directamente. Había algo más, tal vez
era la atmósfera diurna que pesaba entre las paredes de la habitación, o tal
vez era la conciencia permanente de mi insomnio la que lo retroalimentaba.
Llegué incluso a pensar que eran esos absurdos sueños, llenos con atajos de
papeles que se desplazaban para todos lados sin sentido, y que eran lo único
que mis mezquinas siestas me otorgaban. Curiosamente, nunca se me ocurrió
pensar que lo que contribuía en gran medida a extender mi problema era el
constante fantasma de las cartas en blanco, que saturaba mi atención día y
noche. Creo que de alguna manera lo intuía, hubiera sido imposible no hacerlo,
pero siempre como algo que llenaba mis noches de insomnio, no como el causante
de éstas.
Mi trabajo no
andaba bien. Ya no recuerdo exactamente cuál era, sólo algunas alusiones a un
banco y a algunos informes. Me parece que yo era una especie de agente
bancario, y tenía que estar en constante comunicación con la capital. Creo que
había un problema con ello, con la comunicación. Sí, eso era: los informes
habían dejado de llegar. A nadie parecía importarle mucho, y no recuerdo cómo
ni por qué llegué a echarlos en falta, pero no había ninguna razón aparente
para que éstos interrumpieran su entrega, lo que no dejaba de ser preocupante.
Tampoco recuerdo qué era lo que andaba mal con mi trabajo, pero sí tengo la
sensación de que algo tuvo que ver con fallas en alguna lectura o alguna
transacción, o con algún descuido de graves consecuencias. Sea lo que fuere, es
evidente que mi concentración era paupérrima, tanto así que no logro acordarme
de nada concreto sobre mis tareas.
Casi a las dos
semanas de mi estadía, apareció un sexto sobre. Misma historia, en blanco. Esta
vez estuve a punto de abrir la puerta para poder cruzar alguna palabra con el
cartero, pero detuve mi mano sobre el picaporte, sin decidirme a girarla. Me
quedé así algún rato, y cuando finalmente abrí, ya no había nadie. Me sentí
invadido de una inmensa soledad, la que sumada a la angustia del misterio y mi
pésimo estado de salud, acabó por asestarme un golpe nefasto. A partir de ese
día, no pude levantarme más de la cama. La mucama del hotel, a ella la recuerdo
bien, se preocupó de mí con especial celo. Yo era lo único interesante que le
había pasado en varios meses -“desde que volaron el almacén”- y ella se quejaba
de eso mismo constantemente. Se sentía presa en el pueblo, no había nacido ahí,
pero vivía desde muy pequeña. Ambos teníamos en común esa fobia al lugar,
aunque el insomnio nunca había sido su problema; a ella la agobiaba el
aislamiento del mundo y de los grandes acontecimientos. Me dio la impresión de
ser una mujer muy inquieta, al menos era habladora y, aunque mantenía una
actitud suave y sosegada, reveló unas cuantas veces ser muy temperamental, como
en una ocasión en que se salió de sus casillas porque yo derramé la mitad de la sopa sobre las
sábanas. Así como yo era para ella una novedad, ella fue para mí un respiro,
lograba distraerme un poco.
Después de lo que
me parece fue una semana, la mucama (no recuerdo su nombre) tuvo que irse. Tampoco recuerdo por
qué motivo, simplemente un día no llegó a la hora acostumbrada en la mañana; la
esperé durante mucho rato –no es que tuviera otro lugar a donde ir-, y
finalmente me di cuenta de que ya no volvería. Sin embargo, manteniendo la
vista fija en la puerta me di cuenta de otra cosa: un pequeño sobre yacía en el
suelo. Durante toda la semana no había recibido ninguno, o tal la mucama se los
llevaba. Pero a partir de ese día, comenzaron a llegar todas las mañanas, sin
falta, siempre a la misma hora. No me molesté en cogerlos; estaba muy débil
para ello. No quiero decir que no me levantara más de la cama, pues necesitaba
cubrir mis necesidades básicas, pero consideraba tan inútil el esfuerzo -no
menor- de agacharme para tomar las
cartas, que simplemente las dejaba ahí. Al fin y al cabo, era ridículo pensar
otra cosa distinta a que vendrían, como siempre, en blanco. Lo único que me producía
cierta curiosidad era el tamaño, pero eso podía verlo cada vez desde mi cama. A
pesar de todo, el ansia por conocer la identidad de mi remitente crecía
desmesuradamente con cada sobre que cruzaba a ras de piso ese umbral.
Los sueños con
montones de cartas iban cobrando cada vez más sentido, y mis siestas se hacían
de a poco más largas, aunque seguían, estaba seguro de ello, cansándome en
lugar de ayudarme a recuperar energía. Ahora los oníricos montones se separaban
en pequeños atados, y estos aparecían clasificados y separados bajo rótulos de direcciones, fechas y nombres desconocidos. El
tiempo durante el día pasaba sin que me diera cuenta, trayendo y llevándose
visitas de las cuales no puedo recordar ninguna. El cansancio aumentaba, y los
párpados se me hacían insoportablemente pesados. Me hallaba sumido en un
permanente y muy desagradable estado de sopor. Los aislados hechos de la vida
cotidiana fueron poco a poco perdiendo su sentido y sus contornos,
confundiéndose en la masa difusa del día a día, al tiempo que mis sueños se
volvían más nítidos y más prolongados. A la semana después de la partida de la
mucama, ya estaba soñando con una ruidosa y organizada oficina de correos, o al
menos una oficina idéntica a como yo imaginaba que serían las oficinas de
correos. Mi nuevo trabajo nocturno comenzó poco a poco a hacerse constante y
continuado, reemplazando por completo mi otro trabajo, el del banco, al que ya
ni siquiera era capaz de asistir. Al mismo tiempo, mi vista fue reduciéndose
cada vez más, hasta acabar siendo un pobre esbozo de manchones de colores. Me
quedé, en la práctica, ciego. Creo (es lo más probable), que me visitó el
doctor en más de una ocasión, pero pareciera que no fue capaz de hacer mucho.
Mi insomnio –aunque mis horas de siesta se alargaban cada vez más- y mi
agotamiento iban de mal en peor.
La curiosidad me
carcomía; no había podido compartirla con nadie, aunque tampoco lo sentía como
algo necesario, ya que estimaba que la conexión entre mi remitente y yo era
suficiente como para suplir cualquier inquietud social. Toda mi preocupación residía
en la identidad de la misteriosa persona y en el motivo de su extraña
correspondencia. Casi en lo único en que pensaba era en los sobres apilados en
el suelo frente a la puerta (por alguna razón nadie había osado recogerlos), y
casi la única, por no decir la única, certeza que sentía como propia era la
infundada convicción de que los sobres en ese montón estaban todos en blanco. Nada
más me parecía verosímil. Entre tanto, los sueños parecían ya más reales que mi
propia existencia (la cual no salía del cuarto de hotel). Las oficinas de
correo seguían siendo el principal escenario de mis sueños, pero ahora salía y
entraba de ella. Yo era una especie de cartero, y me ocupaba de llevar las
distintas cartas de los distintos legajos a los distintos destinatarios. Mi
nuevo trabajo nocturno comenzó poco a poco a hacerse constante y continuado,
reemplazando por completo mi otro trabajo, el del banco, al que ya ni siquiera
era capaz de asistir.
Un día intenté
levantarme de la cama para ir al baño, pero mis piernas hicieron caso omiso de
mi orden. Intenté otra vez, y otra, pero no hubo caso. Resignado, me dejé caer
sobre el respaldo, y eché una mirada a la pila de sobres. Apenas pude
distinguir un borrón, pero en lugar del acostumbrado blanco, éste era azul;
hice un esfuerzo por concentrarme y enfocar, pero un intenso dolor de cabeza me
hizo desistir. Abatido, cerré los ojos e intenté dormir. Al poco rato, me alejaba
apurado de la oficina de correos. Llevaba un pesado bolso repleto de cartas.
Miré la lista que tenía en la mano; la primera parada sería el hotel de la
esquina. Siempre había un buen lote de correspondencia para los huéspedes. Fui
puerta por puerta, deslizando los sobres por debajo, al igual que siempre.
Muchos de las cartas se iban repitiendo con los días, como el de la habitación
14, que recibía todos los días un sobre verde, o el de la 21, al que día por
medio le mandaban un abultado sobre con el logo del banco nuevo, ese que había
abierto hacía unas semanas al lado de la municipalidad. Había también varios
huéspedes que encargaban papel o sobres nuevos; la librería había cerrado, así
que ahora la oficina de correos era el único lugar en kilómetros a la redonda
que proveía ese servicio. Uno de esos era el de la 22, que ese día había
recibido, además, un sobre azul.
Salí del hotel
con bastante prisa; eran las siete, iba con media hora de retraso. Atravesé
corriendo la calle, mientras echaba una mirada a la hoja con las direcciones.
Alguien gritó, levanté la vista. Un auto doblaba la esquina a toda velocidad e
iba directo hacia mí. Pude ver el rostro aterrorizado del conductor. Una bocina
desesperada, los neumáticos chillaron patinando sobre el pavimento. Intenté
hacerme a un lado.
Desperté en una
pieza de hospital, con un intenso dolor de cabeza. Los pies tiesos luchaban por
un poco de movilidad al final de lo que parecían dos troncos más que piernas.
Sentía los ojos muy aliviados, como después de haber dormido bien, lo que me
puso de un excelente humor. Después de un par de tentativas que acabaron en un
silbido ronco, logré hacerle algunas preguntas a la enfermera. Me dijo dónde
estaba, que había pasado, y que mantuviera la voz baja, para no molestar al de
la otra cama; apuntó a la amplia cortina azul que separaba mi cama y la suya.
Pregunté quién era, y me dijeron que un ejecutivo bancario. Un ataque,
parálisis temporal, inconsciente. Lo habían encontrado en su cama, y a juzgar
por la pila de cartas sin leer, llevaba varios días así. Se lo habían traído de
urgencia a la capital.
Un poco extrañado,
miré hacia afuera. Una oscura noche sin estrellas llenaba todo el rectángulo de
la ventana; eso sí que era nuevo. Contemplé la noche durante un rato, luego volví
la vista al cálido interior del hospital. Colgado en la pared opuesta a mi cama
había un reloj, que marcaba las dos de la madrugada. Bajo el reloj, sobre un
pequeño sillón, descansaba una cartera, en cuya solapa se leía “Oficina de Correos
Austral”.
Felipe Cousiño
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