Locura y realidad
Me encuentro en clases de
historia mientras escribo esto. Les advierto desde ya que lo que van a leer no
es, quizás, lo que esperan; así que vayan armándose de paciencia para terminar
este penoso relato, como yo me armé para aguantar esta interesantísima clase.
Lo que
pasa es que no lo soporto. Lo veo durante un par de segundos y ya no aguanto
más, tengo que correr la mirada porque me suscita un potente desagrado. La
sensación me recuerda a esa típica de cuando uno era chico y había que mirar al papá a la cara después
de que lo retaran a uno. Pero mirarlo no es lo único que me parece
insoportable: oírlo, olerlo, mirarlo, ¡hasta darle la mano para saludarlo es
terrible! Por tal motivo, reiteradas veces opto por desconectarme de mis sentidos
y simplemente dormir sus clases. El problema es que, como me siento en primera
fila, este remedio me ha costado más de algún castigo (aunque ninguno peor que
el martirio de sentirlo a él cerca).
Los
párpados me pesan de sobremanera. Ni aunque trate de abrirlos más, levante las
cejas, mueva los ojos en todas las direcciones, o cambie de posición, puedo
evitar esta modorra. Morfeo es más fuerte que cualquier hombre mortal, se lo
aseguro. No quiero que mi subconsciente se apodere de mí pues otro castigo más
significaría una suspensión, pero en verdad me está resultando imposible
resistir… ¿cuándo avanzó hasta la diapositiva 12? ¿Murió Stalin? No entiendo
nada. Una gota de saliva cayó en mi cuaderno, y el trucha se está riendo de mí
porque acabo de cabecear. El calor no
aporta mucho, me tiene sumido en un sopor del cual soy incapaz de escapar. El
profesor tampoco contribuye, su detestable e hipnotizante voz no es
precisamente un estímulo para seguir despierto, y verlo deambular con su paso
altanero de lado a lado maniobrando su largo puntero de madera clara al compás
exacto de mi cansancio va a lograr hacerme sucumbir. ¡¿Diapositiva 16?!
Debo
hacer algo al respecto o sino esto me va a salir más caro de lo pensado. En una
muestra de fuerza de voluntad extrema me paro de mi asiento y le digo que voy
al baño a mojarme la cara, a lo que él (igual que el resto del curso) finge no
oírme. Quizás fue porque la próxima clase hay prueba global. Afuera de la sala
hace un calor aún más potente que adentro,
a pesar de que llueve un poco. Hay un grupo de niños jugando futbol en
la cancha techada nueva, dos profesores conversan alegremente en un escaño y al
fondo del patio un sacerdote camina con un alumno. Pero… ¿Qué es lo que veo?
¡Van tomados de la mano! No puede ser. Mi vista me debe engañar. ¡Santo Cielo,
los profesores también están de la mano, y hasta medio abrazados! Seguro el
sueño, el hambre y el frío me tienen trastornado.
Tengo una sed espantosa, por
suerte voy yendo al baño. Pero si yo estoy seguro que ya iba en camino, no
entiendo cómo sigo parado frente a la puerta de la sala. Me acomete un buen
susto, si no me apuro el profesor va a pensar que estoy capeando, así que
empiezo a correr pero mis pies están pesadísimos. Casi no avanzo, o el baño se
aleja, no sé… no sabía que el sueño podía limitar así a una persona. Ahora sí estoy seguro de que el baño se
aleja, veo las baldosas alargarse considerablemente y siento retroceder a cada
paso que doy. Ya entiendo más o menos lo que pasa, creo.
En el instante
siguiente ya estoy en el baño, voy a mojarme la cara rápidamente y vuelvo
corriendo a la sala. Todo parece normal nuevamente, las ilusiones que sufrí en
el pasillo eran producto de la somnolencia, no estoy durmiendo como creí hace
un rato. ¿Será verdad eso que dicen que si uno se da cuenta de que está
soñando, puede despertarse pellizcándose el brazo? Lo intento pero no pasa
nada, definitivamente estoy despierto y si no me apuro me meteré en un lío.
Prendo la llave y mojo mi cara con abundante agua, pero realmente no siento
nada, hasta mi cara esta adormilada parece… por suerte decidí venir al baño o
sino ya me habría ganado una suspensión. Levanto la cabeza y ahí estoy en el
espejo: soy el profesor de historia. Mi flaco y moreno cuerpo contrasta notablemente
con esta gran cabeza gorda, casi translúcida. Mi corazón está a mil, los que
están en el baño no me miran, me rasguño la cara y me tiro los pelos rizados,
pero sólo logro causarme un dolor extraordinario a la vez que mi cabeza de
profesor crece.
Estoy desesperado,
ayúdenme. Ya quiero despertar, voy a gritar a ver si así lo logro, no me
importa aparecer en la sala de clases gritando y hacer el ridículo, yo no
quiero esta cabeza ni el frío ni la sed. Grito y hago que el gran espejo
explote, apareciendo otro idéntico tras él. Tiemblo de pies a cabeza, de cada
uno de los tres cubículos que hay en el baño (aunque ahora son unos quince)
salen diez alumnos, alumnos que nunca he visto, todos iguales para mí, y
ninguno se fija en mi cabezota ni mi estúpida voz, y la explosión del espejo
les fue indiferente.
Manan lágrimas
de mis ojos, me siento en un excusado y cierro el cubículo con llave. Apenas
logro que la puerta cierre sin apretar mi tremenda papada, que cuelga e intenta
colarse hacia afuera. Lloro en silencio, a espera del ya típico golpe en la
mesa con el puntero, el “¡Flojo, despierta y sal de la sala, espérame con el
inspector!, las típicas risas de los compañeros, el típico castigo con su
correspondiente reto en la casa. Pero estos no llegan, no llegan.
Sólo llega la
noche.
Matías Teófilo Correa
IVºB
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