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La caída del Oso


   Sus pies corrían en un bosque de sombras. Las manos asustadas por el aullido de los lobos, se sacudían frenéticas en busca de una cueva donde resguardarse. Las garras en la noche se estiraban soñando con alcanzar aunque fuera su pantalón de pijama. El labio inferior, empapado de miedo, vacilaba un último gesto que se iba a perder nuevamente en su descontrolado tiritar. A la derecha apareció una luz borrosa, confundida por el eterno cantar de la noche. Un escalón sucedió al otro, y el niño se dejaba caer en el primer piso, escondiéndose en la frondosa alfombra rayada. Por entre los pelos se asomaron un par de ojos. Atrás se escondía una cara teñida de oscuridad, aguantando a los ojos que se mantuvieron fijos por un segundo, escarbando el vacío, esperando encontrar esa puerta perdida. Pero un paso furtivo rompió el instante de calma, y sacudió al niño en lo más profundo de su estómago. Las botas del gigante amurallaron el pasillo, obligando al niño a pegarse a la pared para poder llegar a derramarse al otro lado. Mientras sus piernas no daban señal de responder, el corazón corría una carrera mucho más desesperada. Las sombras engullían el pasillo, y millones de ojos se formaban a los lados, punzando los costados del niño que corría entre llantos. Los monstruos serpenteaban a la caza de sus talones, que llegaban a chillar en la carrera, entorpecida por las ramas que vencían su paso. El suelo se precipitó hacia su cara antes de que el niño pudiese ahogar un grito, y con el impacto su mano terminó por soltar a su compañero de felpa, tan fugitivo como él, pero cuyas pequeñas patas de oso no eran lo suficientemente fuertes como para aguantar el paso por si solas. Procurando mantener sus ojos cerrados, por miedo a descubrir un par de rojas pupilas posadas sobre él, estiró su delgado brazo, que se veía blanco y desfallecido. Su mano aleteaba entre suelo y vacío, hasta que sus dedos se perdieron en una oreja aterciopelada. Con la última gota de su fuerza, aferró enajenado el último pelo de la oreja y se entregó otra vez a sus pies y a la carrera. Podía sentir a los lobos respirando en sus talones. El viento que pasaba entre las ramas dejaba escuchar una fría burla. Sus ojos estaban inundados, pero no se dio cuenta hasta que logró refugiarse dentro de un tronco hueco. Afuera el mundo lo esperaba para comerlo. Su cabeza, escondida entre sus rodillas, esperaba poder tener un segundo de paz, pero afuera el mundo tocaba la puerta. Pudo sentir como una canina nariz registraba el lado exterior del tronco, y por un segundo su corazón se tropezó en la carrera. Pero las pesadas patas de la bestia se hicieron al camino nuevamente y atrás quedo el tronco relleno de niño. Algunos minutos después, una vez fuera de su refugio, el niño volvía a arrastrar su ser pasillo arriba, y en él crecía la traicionera sospecha de que la puerta no podía estar lejos. Pero a la vuelta de la esquina una sospecha fue confirmada, y lamentablemente no fue aquella sobre la puerta. El monstruo peludo, alzado hasta topar con el techo, movía sus pesadas manos mientras su paciencia iba vaciándose. Un desobediente respiro le jugó la peor de las pasadas al niño, que de pronto se vio cara a cara con los profundos ojos de la montaña de pelos. Las titánicas orejas se movían bajo los gruesos cachos del monstruo, buscando captar la inminente reacción del pequeño cuerpecito que permanecía esculpido en la mitad del pasillo. Pero los ojos del niño, si bien pequeños e inocentes, eran inquietos y apuntaban lejos, y más allá de los pies de la bestia, encontraron el umbral que los llevaría a la tierra de las luces. Antes de que su cabeza pudiera terminar de digerir un plan, el pie derecho cedió a un impulso repentino. Cuando las manos del monstruo se cerraron, el niño ya cruzaba el arco que formaban las grandes piernas peludas, y cuando la cabeza del monstruo intento seguirlo, la mole perdió el equilibrio y se desplomó sísmicamente, regalándole un segundo más al fugitivo y a su amigo de felpa. Las desesperadas manos, empapadas en nerviosa transpiración, erraron con un resbalón el primer intento de abrir la manilla, pero con un segundo y frenético aleteo, la luz se hizo ante el niño.
    Con el sonido del portazo atrás de él, el niño pudo escuchar su respiración. Tardó un par de segundos antes de poder aterrizar su mente en la habitación. Pero la imagen pronto se aclaró. Fue entonces, al ver la antigua cama matrimonial vacía, cuando se dio cuenta de que no estaba soñando. Se dio cuenta de que nada había sido un sueño. Se dio cuenta de que no había podido soñar desde hace tiempo. Su inquieta respiración se cortó, interrumpida por un abultado nudo que subió por su garganta. Sus labios esperaban abiertos, soñando con que un poco más de aire pudiera entrar. La empequeñecida silueta del niño vaciló, golpeada por el segundero, relajando una mano exhausta. El seco impacto del peluche con el suelo se mezcló con un nuevo golpear del reloj. Una vez afuera de la habitación, el niño tomó la peluda mano del monstruo, y juntos remontaron el silencioso bosque. Las filas de árboles introdujeron a un claro. Los lobos y los búhos se apartaron para dar paso el errático caminar del niño, cuya mirada iba dejando un rastro por el suelo que marcaba el sendero. Arrimado junto a un roble, el niño abrazó fuertemente el peludo brazo que lo acompañaba, y se derritió entre las hojas.
  
   Los ojos clavados en el ausente techo, y el niño no fue capaz de conciliar el sueño.  



Vicente Alessandri.

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