Finalmente metí el tacho, era lo único que faltaba. Procedí a levantarme entre gimoteos y aferré mi vieja caja por la manilla derecha (la izquierda se había roto en una riña hacía ya varios años) No pude evitar que me escurriera una lágrima por la mejilla mientras daba pasos inseguros por los viejos adoquines de mi calle. Después de todo ¿Quién me necesitaba? La máquina de la esquina era más rápida, más barata y no se quejaba de sus recurrentes dolores de espalda. Así partió al exilio el último lustrabotas de la ciudad de Santiago. Domingo Valdés
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