Posó suavemente la carta en el escritorio. Se echó hacia atrás en la silla, aliviado, y se quedó un buen rato en esa posición. Se levantó luego, se dirigió a la cómoda, y comenzó a abrir cajones, con cada vez mayor avidez, deteniéndose en seco en el último cajón, boquiabierto. Lo que fuera que estuviera buscando, ya no estaba ahí.
-Se lo ha llevado, se lo ha llevado- musitó, mientras su expresión de asombro cambiaba por una de júbilo- Debería haberlo sabido... ¡Se lo ha llevado!
Yo no lograba comprender nada de lo que estaba pasando.Ya un poco agarrotado en mi posición rígida, me atreví a preguntar:
-Discúlpeme, Su Majestad, pero no entiendo, ¿Quién se ha llevado qué?
Inmediatamente me arrepentí de mi impertinencia. Volvió violentamente su mirada hacia mí, como si acabase de despertarlo; parecía haberse olvidado completamente de mi presencia.
-¡Oh! Aún estás ahí, lo siento -bufó- olvidé pagarte.
Se llevó las manos al bolsillo con un aire ausente y extrajo quince kopeks, que yo tomé con cierto disgusto. Al fin y al cabo, aunque no me correspondía más que eso, había pasado todo el día sobre el caballo, con el único propósito de entregar la misiva, y me esperaba un penoso viaje nocturno de regreso a Yalta. Me despedí del Zar con una reverencia, y me volví hacia la puerta, que seguía abierta.
-¡Espera!- me di vuelta de mala gana, para quedarme pasmado frente a una bonachona sonrisa. Pero no fue su sonrisa lo que me sorprendió: el Zar sostenía, en su mano abierta, el rubí.- Es una hermosa piedra, en verdad. Sería una lástima que acabara en las arcas de mi hijo. Ten.
Tomé el rubí de su mano, que brillaba con un rojo intenso a la luz del atardecer. Confundido, logré articular unas torpes "muchas gracias" mientras me doblaba en una exagerada reverencia.
Eché por sobre el hombro una última mirada a la modesta casa, que se perdía en la distancia. De pronto, vi salir por la puerta una figura encapuchada, dirigiéndose al poste en el que estaba amarrado el caballo blanco, ya ensillado. Pero para mi asombro, no tomó el camino de Yalta, por el que yo iba, si no que partió al galope hacia el oeste, hacia el mar negro, hacia Rumania.
Apretando los dientes, me recordé a mí mismo dónde estaban mis lealtades. Tomé bruscamente las riendas y le seguí. El Zar iba a mi tierra natal, solo. No, no iría solo.
Felipe Cousiño
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