Jadeante aún, desasí el
hierro y levanté la vista del hombre al que había regalado la muerte.
Miré sonriendo a la multitud que me
contemplaba equidistante, mas, la sonrisa no me fue retribuida. Ni por Pero, ni
por Gutierrez, ni por Alfonso, ni por las mujeres, ni por nadie.
Sólo vi muecas de dolor, miradas de
compasión, lágrimas de misericordia y lenguas que no llegaron a pronunciar
palabra.
Fue entonces cuando mis fuerzas
finalmente cedieron y caí al suelo de rodillas, intentando vislumbrar el cielo.
Domingo Valdés
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