Rodó inerte sobre la roca cenicienta, llenando su boca de polvo. Durante mucho rato quedó tendido así, abatido, rendido. Sus lágrimas se revolcaban en la tierra. Nada había ya que hacer. Volver a casa... Moriría ahí y lo tenía más que claro. Todos morirían.
¡Cómo era posible! ¡El destino de la Tierra Media había quedado en manos de esa criatura inmunda! ¿Por qué? Lloraba amargamente, sintiendo rabia, sintiendo una agobiante impotencia. ¿Después de todo, así habría de terminar? Era ridículo, era cruel, ¡Era injusto! no podía concebir que tantos sacrificios hubieran sido en vano, ¡Que tantas penurias no hubieran servido de nada! ¡De nada! ¡Todo por culpa de ese... Ese traidor... Esa rata! ¡Gollum!
La ira bullía ardiente en su garganta. Sus dedos se cerraban sobre una piedra con todas sus fuerzas, en el más infantil y sincero de los desquites.
No. Me niego. ¡Me niego! No permitiré que Frodo acabe así, engañado por ese animal asqueroso. ¡Juré protegerlo, y lo haré! ¡Y mientras yo pueda ponerme sobre mis pies y crispar los puños... ! ¡Oh, ya verán! ¡No me sentaré a ver como todo termina! ¡No señor!
Profirió un grito magnífico, un alarido desgarrador, lleno de emoción, de dolor, de fe. Un grito de batalla, de voluntad, de valor.
Retumbó en ese paraje infame el grito de un héroe.
Consciente del peso enorme que recaía sobre sus hombros, Samsagaz Gamyi se levantó.
Felipe Cousiño
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