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Muere el Intruso

       Mientras me acercaba, el rectángulo de luz se proyectaba más claro contra el cielo sin estrellas. Sabía que sosteniéndolo había una casa, pero no la lograba ver, con lo oscura que estaba la noche. Perfecta. Podía ver la cara de la joven por la ventana, concentrada en su tejido. Su mano se asomaba y se escondía tras la cortina de sombras que era la fachada de la casa, haciendo oscilar el palillo con gracia. Era en verdad una joven muy bella, ahora podía verla bien. Su cara pálida y sus facciones delicadas envolvían unos ojos grandes e inocentes. Desde mi posición, podía adivinar una media sonrisa tan inocente como sus ojos. Pobrecita. No tendría más de diecisiete o dieciocho. No sentí lástima, ni mucho menos vacilé; no, eso jamás. Sin embargo, hubo un breve instante en el que su mirada se encontró con la mía, sin alterarse en lo más mínimo. Sentí lo que podría describir como ternura, tal vez, una muy efímera sensación de ternura. Eso era, nada más que una sensación momentánea. La verdad, el corazón más duro no se vería impávido ante esa mirada hermosa, cálida, ingenua... Pero eso era, una mera sensación, pasajera como un susto. Seguí avanzando tranquilo, procurando no hacer ruido. Después de todo, no me había visto, la noche era demasiado oscura.
     Una vez saltada la verja, venía la parte más difícil. Avancé en puntillas hacia la puerta de entrada, y me detuve justo antes del alero para echar una última mirada a la joven. Para sorpresa mía, me devolvió una mirada asombrado. Sólo pude ver sus ojos un instante, antes de que desapareciera debajo del alero. ¡Ay, Dios mío! ¿Quién sería? ¡A estas horas! No, no no... una sensación de vacío entre la garganta y el pecho. Oía los latidos de mi corazón, de verdad podía oírlos, cada vez más seguidos, nerviosos. ¡Haz algo! Tiré el tejido a un lado, aunque pensándolo mejor... tomé uno de los palillos. El ropero sería un buen escondite, nadie tendría el descaro de buscar allí... ¡Pero qué tontería! ¡Un ladrón, un asesino! Me mataría por gusto, así eran, locos, psicóticos. ¡Ay Dios mío! ¡Ay Dios mío! Debía esconderme rápido... rápido. La puerta, la ventana, no, el ropero, la cama... la cama. Debajo de la cama. Eso es, tal vez no me buscaría ahí... ¡Pero por supuesto que lo haría! Debía encontrar un mejor lugar para entrar. Maldita puerta, estaba cerrada. No podía permitirme derribarla, alertaría a los vecinos. ¡Maldición! Me había visto, lo sabía. Había abierto esos malditos ojos, asombrada. Hice aspavientos de rabia mientras mi garganta se estrangulaba en gritos mudos. Vueltas, vueltas. Caminé histérico, acelerado. Ella, esa maldita cerda que nada me importaba era lo único en lo que pensaba. ¿Cómo entrar sin que lo advirtiera? ¿Cómo hacerlo sigilosamente? ¿Cómo? ¿Cómo iba a desfigurar esa expresión angelical? ¿Cómo iba a desgarrar ese velo de ternura? ¿Cómo? ¿Cómo? Vueltas, vueltas. ¿Cómo...? Ya, ya encontraré una solución. Ya, es una maldita casa, no una fortaleza. Ya, ya. Respiré una, dos veces. Así está mejor, claridad. Tres, cuatro veces. Así está mejor. La mente fría, siempre fría. Cinco, seis, siete veces. Así está mejor... mucho mejor. Vamos. Volví a mirar a mi alrededor, más calmada ahora.
       El cuarto era un caos. Ángulos, perspectivas, rincones, sombras... caprichosos, desperdigados, ninguno capaz de ocultarme más allá de uno o dos vistazos obtusos. El cuarto, mi cuarto, era irreconocible. La disposición tan perfecta, tan armónica, de muebles, alfombras, cuadros y objetos carecía de sentido. Era todo tan... ilógico. ¿Para qué? ¿Qué perfección podía haber en mi cuarto, si no era capaz de guardarme a mí? ¿Qué importaba una intimidad que no era capaz de mantenerse íntima? Sinsentido... alguna vez había leído esa palabra... sinsentido, eso era. La puerta miraba directamente a la ventana, y tanto mi cama como mi ropero se hallaban equidistantes de ésta. La puerta ofrecía una panorámica clarísima. La puerta estaba atenta, pronta a delatar a cualquiera que desafiara ese orden pitagórico... ilógico. Era una puerta que se encuadraba plácida en un cuarto diáfano, cualquiera. Debajo de la cama, dentro del ropero, detrás de las cortinas. ¡Ay! Todo tan claro. Todas las respuestas se hallaban contenidas en esa puerta cerrada. Todos los escondites sugeridos de antemano. No habría gran dificultad, por ahora sólo debía vérmelas con esa... puerta. Ya sabría yo cómo arreglármelas después, así era yo, ya sabría. Por ahora, la puerta. Sin hacer ruido... difícil. Habría que forzar la cerradura de alguna forma. Maldición, sería todo tan fácil sin cerradura. Sin cerradura... ¡Ahí estaba! Los clavos cedían dóciles ante la palanca de mi navaja. Uno por uno caían, con un tintineo irrelevante, hasta que... ¡Ya está! Triunfante, esgrimí la chapa hacia la noche, mi paciente audiencia. Unos movimientos más, el dedo ahí, eso es, esto es para principiantes... ahí estaba el chasquido tan familiar, ahí estaba mi bienvenida. Ese chasquido de derrota, de capitulación, era mi victoria, era mi oficio. La navaja de vuelta al bolsillo. Ahora, lo más sencillo, vamos por ella. Pero antes... me volteé una vez para contemplar mi obra, satisfecha.
       El cuarto estaba ahora ordenado. ¡Bien! Coherente. Ahora si que bailábamos al mismo compás. Ahora era yo la anfitriona; él, el invitado. Miré, serena, hacia la puerta, abierta de par en par. ¡Ah! era una obra maestra, una delicia de mi ingenio. La puerta era una bienvenida, un privilegio, un punto desde el cual se abría un abanico de líneas, una armonía de líneas. Sillas, libros, alfombras, todos se hallaban dispuestos en semicírculo alrededor de la puerta, cual columnata real en la sala del trono. Y al medio, el trono. Miraba directo a la puerta, sentada majestuosa sobre él. ¡Que venga, que vengan todos! Yo los esperaría en mi sillón, mi sitial, que alguna vez había sostenido a una inocente tejedora, pero que era ahora la sede de una reina. Y la reina era yo. Invadida por una excitación, un sentimiento de poder absoluto, de dominio, avancé raudo por el pasillo hasta las escaleras. Antes de subir, me detuve un momento en el rellano, y miré hacia arriba, burlándome de los peldaños ingenuos que pretendían obstaculizarme a mí, ¡A mí! Ridículo, francamente. Yo soy el rey. De aquí nadie escapa, entre mis dedos nada se escurre. Así era yo, un profesional, un experto. Poco me importaba la identidad de mi víctima, aunque había que admitir que no encontraba razón para querer privar al mundo de una joven tan bella. Esos ojos... pocas veces había visto yo una expresión tal de ternura. Una pena, realmente una pena. Pero yo... yo era el rey, yo mandaba aquí. Y se haría lo que yo quisiera... aunque tal vez... tal vez... no, no es descabellado. Ni pensar en esa posibilidad. ¿Perdonarle la vida? ¿Y luego qué? ¿Huir? ¿Huir con ella? Qué idiotez, cómo se iba a dignar ella a huir conmigo. Bueno, al fin y al cabo, yo podría ser su salvador, yo podría esconderla, a salvo de quienes la quieren muerta. Yo podría ser un héroe, y rescatarla de mis manos asesinas. Sí. Yo soy el rey acá, y ella huirá conmigo del peligro.
       Me apuré hacia el rectángulo de luz que se proyectaba claro contra la pared oscura... un momento, la puerta está abierta. Pero si ella está ahí, lo sé, estoy seguro... ¡Cobarde! Me quedé helado en el sitio. Vamos, vamos. Aquí viene el rey. Finalmente un paso, dos pasos, tres y uno más... un grito de horror se secó en mi garganta. El rey desfallecía en el umbral. Yo, el intruso... todo estaba dispuesto, hacia mí, contra mí, invitándome a mí... a pasar. Y ella estaba ahí, al frente a mi, al centro de la escena, en su silla, en su trono magnífico, serena, hermosa, terrible. Todo en el cuarto apuntaba hacia mí; la cama, los muebles, la ropa en el suelo y los libros esparcidos. Líneas. Un anfiteatro disparaba sus líneas contra mi pecho indigno. Las rodillas tiemblan, flaquean, se doblan. Levanté, desde mi humillación, la vista lentamente hacia mí. Me daba lástima, pobre hombre. No sé qué habría venido a hacer, sólo yacía arrodillado. En sus ojos titilaba un brillo febril, tal vez implorando mi misericordia. Todo el ímpetu, toda la violencia con que había entrado, había ido a dar ahí, a la puerta de mi cuarto, que... que ya no era mi cuarto. Aparté la vista de mi invitado, y la paseé una vez más por el alrededor. No era ya un cuarto, se parecía más a un altísimo tribunal, ante el que yo comparecía. Era... era la sala del trono, y ella estaba ahí y yo aquí abajo, situación miserable. Hábilmente, ella se había apoderado de la situación, ella gobernaba ahora. Ella era la que debía estar en el suelo, postrada... ¡No yo! Sin embargo, yo me humillaba, yo tenía miedo, y ella... ella arriba ¡Que valor! Maldición, que valor, y que cobarde yo. No puedo hacer nada, el aire tirano del trono me aplasta contra el suelo, el aire de ese trono que... ¡Que debería haber sido mi trono! ¡Yo debería sentarme ahí! Pero yo... yo... Ya ni sabía que hacía ahí; algún encargo, algún trabajo... algún trabajo... ¡Infeliz! ¡Trabajo, eso era, trabajo! ¿Había pensado acaso incumplirlo? ¿Perdonarla a ella? ¿Perdonarla de qué? Un atroz sentido del deber volcó sobre mí su cascada de agua gélida. Volví a sentir el peso contra mi pecho, el peso que había oscilado toda la noche en mi bolsillo.
       La opresión del comienzo volvía, pero más angustiosa esta vez, mientras su mano revolvía desesperada el interior abrigo. ¿Qué buscaría el desgraciado? Ya parecía incluso verosímil que entregara una ofrenda, una señal de sumisión... Pero algo me preocupaba, algo estaba mal, algo no iba según el plan. Se detuvo repentinamente, retiró la mano de bolsillo. La hoja resplandecía siniestra ante sus ojos. Tal vez, tal vez... tal vez lo haría después de todo. ¡Pero qué horror! ¡Qué animal! Instintivamente, presa otra vez de una agitación incontenible, recogí el palillo del suelo, y le apunté con él, en un intento patético de mantenerlo alejado. Un momento... ¡Funcionaba! Se quedó inmóvil, extrañado, aún sobre sus rodillas, mirando fijamente como me ofrecía el palillo. Bien, así que eso habría de ser... mi reina. Me incorporé, soltando la navaja; voy a acabar de una buena vez. ¡A a lo que he venido! Le arrebaté con furia el arma puntiaguda. La sostuve. Arriba. Me mira, implora clemencia. Unos segundos en vilo, indeciso por última vez... y cayó con fuerza sobre su cuello.



Felipe Cousiño

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