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El Renacer de Adán


            Al principio fue la realidad, y era buena.
            Después, fue creado un hombre, y este también era bueno.
            El hombre vivía en el paraíso y conocía la creación. Contemplaba a su alrededor e inteligía todo cuanto veía. De este modo comprendía lo que le rodeaba y con ello, se admiraba y deslumbraba.
            Los conceptos de las cosas que abstraía eran casi tan hermosos como la realidad misma, pues contaba con el don de ciencia.
            Posteriormente, otra criatura fue engendrada: la primera mujer. Ella conocía tan bien como su par e igualmente era capaz de generar hermosos conceptos sobre el universo.
            Entonces, cuando ambos entraron en comunidad, quisieron compartir las bellas ideas que habían generado sobre el cosmos. Con este fin crearon el lenguaje y así comenzó su miseria.
            No pudiendo traspasar el contenido de sus exquisitos conceptos de una cabeza a la otra, buscaron signos para representarlos. Estos signos fueron constituidos de dos modos. Primeramente, se basaron en hacer danzar el aire con la garganta y la lengua, para que este se introdujese en los oídos del interlocutor, y, bajo el amparo de las cavernas auditivas, entregase el concepto a quien escuchaba. Luego, el primer matrimonio ideó una segunda y más perfecta forma de transmitir los signos. Esta forma perduraría en el tiempo, no como el aire bailador, que se perdía rápidamente si no encontraba una cabeza donde asentarse. Consistía pues, en disponer de formas y objetos en inusuales combinaciones para que llamasen la atención del receptor. Entonces el concepto, que había tomado por morada esta extraña disposición de elementos, saltaría a la cabeza del curioso que intentase descifrar el mensaje.
            Parecía un sistema perfecto.
            Parecía.
            Sin embargo, los astutos hombres no contaban con que los mensajeros fueran tan pobres y poco rigurosos  en su labor. Estos eran flojos y no tenían el don de ciencia que poseían los hermosos humanos. El danzador aire transmitía lo que su básica alma había logrado entender, o lo que creía haber entendido, y siempre sus mensajes llegaban incompletos, tergiversados o modificados con respecto al concepto inicial. Asimismo las formas físicas donde habitaban los conceptos no siempre les daban a estos los cuidados que necesitaban para mantener su belleza. De este modo se degradaban, se afeaban, moría parte de ellos o se mezclaban con alguna mala concepción indigente, que debido a su imperfección no había encontrado cabida en la cabeza del hombre.
            Pudo ocurrir así, el que entrasen a la cabeza del hombre erróneos conceptos; y  de esta suerte algunos conceptos dejaron de ser bellos, buenos y verdaderos por su mala transmisión.
            Sólo gracias a lo anterior, pudieron ser tentados nuestros perfectísimos primeros padres, pues, recordemos, habían tenido el excelentísimo don de ciencia.
            Con su tentación vino la expulsión del paraíso. En ella, no sólo perdieron su celestial habitáculo, sino también el precioso regalo de Dios. Desde entonces, los conceptos que ellos generaron por sí mismos, tampoco fueron necesariamente hermosos. No sólo podía fallar la transmisión de ellos, sino también su confección.
            Desde ese punto, existió un quiebre entre el lenguaje y el concepto, y entre este y la realidad. ¡Desdichada fue aquella hora! ¡Ni su propia cabeza le quedó al hombre como alcázar!
            De esta manera, empezó la esquizofrenia humana. De esta manera, empezó el hombre su vagar desenfrenado, buscando la luz de los bellos conceptos idos, estirando en vano la mano en medio de la vorágine, intentando asirse de algo. De esta manera, empezó la marcha descarrilada guiada por una brújula sin norte.
            Ya nada significó nada. La confusión de las lenguas de los constructores de la torre de Babel, las diversas escuelas filosóficas, las ideologías ¡la realidad es una! ¡Todos los hombres ven lo mismo y nadie puede entenderse! ¡Atrapados todos en un mar de eufemismos y de relatividad carente de significado!
            Es un mundo sin luz el que nos envuelve. Es una soledad titánica la que nos abruma. Es un nihilismo universal el que padecemos. Es un erebo en vida. Huérfanos de todo.
¿Vale la pena buscar aún? ¿Hay algo que todavía podamos hacer? ¿Podemos enmendarnos de algún modo? ¿Qué hacer en esta eterna hora negra que nos envuelve? ¿Sirve de algo nadar sin rumbo, ciegos, en un mar infinito buscando la superficie?
 Lo único que queda ante un mundo corrompido por el lenguaje y la ignorancia en callar. Callar y contemplar.
Callemos primero, y callemos para siempre. Destruyamos todo signo y todo símbolo. Seamos los iconoclastas de la realidad que ha levantado el hombre sobre la nada, porque sólo así nos libraremos de la maldición de la comunicación y de sus efectos. ¡Cortemos nuestra lenguas! ¡Tapemos nuestros oídos! ¡Quememos los libros! ¡Destruyamos nuestras ciudades! ¡Que no quede piedra sobre piedra del trabajo del hombre! ¡Que todo no sea más referente que de sí mismo!
            Entonces, cuando se respire un mundo en silencio, contemplaremos. Será una contemplación donde no exista nada “a priori”, una contemplación pura. Sólo entonces retornaremos al paraíso perdido.
            Finalmente, nos aislaremos en la contemplación hasta que nos extingamos lentamente en la realidad que nos vio nacer.
Domingo Valdés

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