Bueno,
por supuesto que no podía verme, pero
su mirada era bastante perturbadora. Podía sentir sus ojos lengüeteándome la
cara sin ningún recato. Decidí que era mejor apartar la vista. El piso embaldosado
del Nuria ofrecía una escena mucho más agradable, aunque hubiera preferido
mirar mi plato, pero había volcado un poco de cebolla hacía ya muchos bocados,
y me avergonzaba de que siguiera ahí abajo. Alargué mi mano para recoger la
cebolla por segunda vez (la primera vez me di cuenta a mitad de camino que no
llevaba una servilleta, y tuve que dar media vuelta para coger una). Cuando
llegué abajo, la cebolla era enorme. Era mucha más de la que solía limpiar,
pero al menos no me miraba. Probablemente podía verme; la verdad eso no era problema. Por lo demás, si no me
hubiese visto, no podría haberse
hecho a un lado para dejarme pasar. Tampoco me hubiera tendido sus tentáculos
viscosos, y esa parte era la que más me gustaba. Jugueteé con sus tentáculos
hasta que ya estaban duros; así se cortaban con más facilidad. Era como cocer
tallarines, sólo que al revés. Rebusqué en mi mochila y saqué mi serrucho, para
darme a la tediosa tarea de recortar los tentáculos en pedacitos de un tamaño
decoroso.
Al
cabo de un rato llevaba un buen montón de pedacitos, lo que sin embargo era una
insignificancia. La maraña de cebolla era grande, muy grande, y ya comenzaba a
impacientarse. Tomé otro manojo de tentáculos, y repetí el ejercicio: primero
el jugueteo, y el serrucho entra cuando ya están bien tiesos. Así con dos y
tres y cuatro manojos más.
El
montón era ya de tamaño considerable, pero aún quedaba trabajo, mucho trabajo,
y la cebolla lo sabía mejor que nadie. Ya comenzaba a percibirse su mal humor,
lo que en cierto modo facilitaba mi trabajo, al ponerse la cebolla tiesa de tanto
esperar. Esto me disgustaba, porque la parte que más disfrutaba era cuando
había que juguetear para endurecer los tentáculos. Era indudable que la cebolla
ponía los medios para acelerar mi trabajo, aunque hubiera preferido demorarme
más. Al fin y al cabo, la que estaba apurada era ella.
Los
demás comensales ya se habían retirado casi todos, y yo seguía ahí abajo,
limpiando. Ya quedaba poco, pero la cebolla estaba más mañosa que nunca, lo que
hacía mi tarea tanto más desagradable (aunque rápida, maquinalmente rápida,
como un trámite de registro civil a las dos de la tarde). Para colmo, los
tentáculos habían perdido ya casi toda viscosidad, y se enredaban entre mis
dedos, secos y ásperos como cuerdas. El olor tampoco era muy bueno.
¿Cómo,
tan rápido? ¡El último manojo de tentáculos! ¡Qué cebolla más majadera ésta! Se
lanzó a mis manos, dócil, pero como a regañadientes. No fueron necesarios ni
siquiera los mínimos jugueteos de protocolo; serrucho y punto. Listo, ahí está
el montón, limpiecito todo. ¿Contenta ahora? ¡Qué modales, por Dios!
En
medio de un profundo suspiro, volví arriba. No, un momento: la servilleta. Ida
y vuelta, ya está. Enrollé la servilleta con los trocitos secos de cebolla, y
la guardé cuidadosamente en uno de los bolsillos del abrigo. Me volví a
concentrar en mi plato, pero justo cuando levantaba un bocado (ya frío), una
voz me interrumpió.
-¡Oiga
usted! ¿Son ésos los modales de un caballero?
Levanté
la vista con desgana. Seguía ahí, la muy curiosa. Se había quedado a mirar todo
mi trabajo, lo que en realidad me disgustaba bastante, y hasta me avergonzaba
un poco.
-¿A
qué se refiere?- le pregunté, sin el menor interés en obtener una respuesta.
-¿Es
ésa forma apropiada de tratar a una cebollita? Francamente, hoy en día ya no
sabe uno de qué sorprenderse. Si anda comportándose así con las cebollas, vaya
a saber cómo va a andar luego con las papas, las zanahorias y… ¡De plato en
plato va a ir el sinvergüenzas! Ningún respeto, no. Ninguno. Y uno que lo mira
y lo mira y el muy machito baja la vista. ¡Si ya no hay respeto ni dentro del
Nuria! Y uno que viene aquí, con la mejor de las disposiciones, y lo primero
que se encuentra… ¿Nunca nadie le enseñó a tratar bien a una cebolla?
Hice
un gesto de desdén ¡Qué sabía esa topo de nariz estrellada! De haber podido verme… Pero para qué iba a perder yo
tiempo discutiendo con una topo de nariz estrellada… Lo que sí, me perturbaba
mucho su asquerosa forma de mirarme, de mirosearme.
¡Y se ponía ella a sermonearme sobre los modales! Dejé unos billetes sobre la
mesa.
-Sí, sí… en fin. ¿Sabe qué? Fue
culpa de ella…- agregué esto último muy a pesar mío.
-¿Cómo? ¿Qué cosas se atreve usted a
decir? ¿Esa pobre cebolla la culpable? ¡Ay, si le voy a dar yo una lección de
urbanidad! ¡Habrase visto!- la topo de nariz estrellada era realmente horrible.
Por toda cara tenía una araña espantosa, de muchas patas, rosada y enseñando el
vientre. Sus manos escamosas eran muy grandes para su cuerpo, lo que las hacía
ver sumamente graciosas aleteando al son de su reprimenda.- Pero oiga ¡Oiga!
¡Preste atención cuando le hablan, maleducado! Que no lo vea no quiere decir que no sepa que… ¿Pero adónde va? ¡Eh, si no he
terminado! ¡Vuelva acá, chiquillo malcriado!
Ya me había alejado bastante.
Avanzaba saltando de baldosa en baldosa, sólo para fastidiar más a la topo de
nariz estrellada, que batía las patas asquerosas de su araña cada vez que el
piso se sacudía con mis brincos. No se cansaba de pontificar y pontificar… y me
chupeteaba toda la nuca con su mirada, pero bueno.
Eché un último vistazo hacia el
interior del Nuria. Ya estaba casi vacío, sólo quedaban mi pesada interlocutora
y un mozo que dormitaba contra la pared. Verdaderamente, a esa topo de nariz
estrellada le hacían falta una buena afeitada y una poda de uñas.
Hurgué en el bolsillo del abrigo.
Ahí estaban los dos. La servilleta enrollada y los fósforos hacían una pareja
enternecedora. Abrí la cajetilla (tal como se abre un cajón), saqué un fósforo
y cerré la cajetilla (tal como se cierra un cajón). Azoté el fósforo con fuerza
contra la lija adosada a uno de los costados de la cajetilla. El inconfundible
sonido de un fósforo siendo prendido me distrajo un momento. Llevé el extremo
llameante del fósforo hasta la punta de la servilleta (la cual ya estaba bien
embutida entre mis labios), y lo mantuve ahí, mientras protegía la operación
con mi otra mano en forma cuchara (con la que aún sostenía la cajetilla, lo que
entorpecía un poco la forma de cuchara). Al mismo tiempo, bombeaba el aire con
el pecho. Cuando ya no fue necesario, agité el fósforo hasta que el fuego se
perdió en una humareda frenética, lo arrojé a la vereda, y metí la cajetilla de
vuelta al bolsillo.
Fumando trocitos de cebolla envueltos
en una servilleta del Nuria, no fueron necesarios más de tres pasos para
perderme entre la multitud de Mac Iver.
Felipe Cousiño
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