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El Rey y el anciano

“Dios recordó a los hombres cuán débiles y efímeros eran,
destruyendo Babel y confundiendo sus lenguas.
Su ira implacable no ha de ser desafiada.”
-Dt. 3-14

                Con la alianza que se pactaba, el mundo Helénico quedaba íntegro bajo su yugo. Macedonia y los otomanos no molestarían por un buen tiempo. Acudió a su presencia el príncipe.

-Grandísimo Señor, fiel aliado y brillante estratega –habló gentilmente el príncipe –me presento postrado a tus pies para pedir la mano de tu hija. Sé que quieres un hombre digno y una dote fuera de este mundo. Debes, entonces, saber que estos músculos que ves son los de un león, mi barba jamás mesada se asemeja a la melena, mi grito de guerra es un rugido capaz de ensordecer hasta al más aguerrido de mis oponentes. Mil vidas he cobrado y durante mil lunas me he purgado. No sin razón me llaman el “Azote de Lacedemonia” en mi país y el “Meteco Magno” en el tuyo. Cinco escultores y cinco poetas me han inmortalizado. Pero aún siento que soy nadie mientras no despose a tu hija.

                El Señor, con su cara iluminada, respondióle así:

-Tu fama te precede, Meteco. Es cierto que te esperaba y mi anciana sabiduría ya me había revelado este momento. Veo en ti nobleza, valor, y algo superior: cierta divinidad. Soy viejo y si no he muerto todavía es porque me aferro a la esperanza de obtener algo que ansío desde antaño, y lo pido como dote por mi hija.

-Estudios en filosofía y metafísica me han revelado la existencia de tres mundos. El de lo físico, el mundo de lo sobrenatural y aquel donde habita lo divino: son tres realidades distintas pero contingentes. Conozco también los bienes más codiciados pertenecientes a cada uno, sus precios y sus valores correspondientes. No negarás la dote.

                Y sin más palabras se alejó, ya palpando la empuñadura cubierta en rubíes de su cimitarra, ganada en combate durante las Guerras Médicas. Su voluntad, que se veía inflamada por el amor puro y la lujuria, lo impulsaba a realizar la empresa más grande jamás llevada a cabo por brazos humanos. Una hazaña que le llevó una décima parte de su vida, tras la cual estaba de vuelta.

-Oh Señor noble, he vuelto. Proezas grandes y secretas realicé, movido por tu aprobación y la belleza de tu hija amada. Doce carros, con doce canastas cargadas de doce bolsas con doce lingotes de oro, de doce kilos cada uno, ha sido el resultado de mi odisea, el que humildemente ofrezco a ti.

-Admirable, sin duda. –respondió el Señor, el Rey –Este oro me brindará placer y felicidad, y a mi reino prosperidad. Sin embargo no es lo que ansío. Tú sabes mejor que nadie qué es: mis sueños y los tuyos lo han revelado.

-Temo que la codicia en tus ojos no te permite ver como vengo de desgarbado y arruinado, nunca antes estuve así. Volveré, y lo haré solo por tu hija, pero te advierto, insaciable Rey, lo que quieres no traerá bien alguno. Temo haberme embarcado en un fatal viaje sin retorno para complacerte.

                Se fue cojeando, mientras el Rey reía a sus espaldas. Risa maliciosa, cargada de perfidia y sorna, casi con barbarie. De nuestro príncipe, el Meteco, no se supo más por un tiempo no tan largo. Al regresar, se le veía muy mal.

-Mírame, ¡mírame! Mira como me tienes. Vivo una pesadilla, pero ya no puedo parar: he profanado lo sobrenatural y me creo condenado. Me cuesta vivir. Solo el amor de la princesa podrá remediarlo, como cuenta la leyenda. Ruego aceptes la dote, toma la Caja de Pandora y haz con ella lo que te plazca, pero por piedad, no me envíes de vuelta.

-Pandora… Esto es increíble. ¿Quién eres? Con la Caja podré expandirme más allá de los confines, eternizarme más allá del cronos. Pero no es suficiente. Ambiciono más. Sentarme en tronos celestiales, beber cálices de icor. Quiero comer maná y comandar ejércitos de Serafines. ¡Escucha, oh Meteco Magno! ¡Necesito eso y más! Necesito prescindir de un cuerpo, de todo esto, estar a la par con lo divino. Solo tú sabes cómo…

                El Azote de Lacedemonia se retiró cabizbajo pero aún altivo, con la palabra necio en la boca. Al día siguiente volvió arrastrándose, gateando. Flaquísimo y escuálido, le faltaba pelo, y el que le quedaba era blanco como la nieve. Tal deterioro y envejecimiento ocurridos en sólo un día eran inexplicables. Ni los magos ilusionistas venidos de la Nigeria eran capaces de lograr tal efecto. Le costaba muchísimo respirar y tenía la boca seca. Su mano derecha contenía algo que relucía a través de su fina carne. Quien lo viera, relataría el hecho más o menos así:

-El anciano entró gateando al palacio, su mano derecha emanaba una luz tan pura como ninguna otra, relucía tanto que no se la podía mirar directamente. Luego de unos instantes, un gran destello sobrevino, duró unos cinco minutos en los que no me fue posible ver nada. Quienes inspeccionaron la cámara Real, pasada esta penumbra luminosa, hallaron a los dos: el ahora anciano Meteco Magno postrado, con su mano derecha abierta extendida hacia el Rey, y este último parado imponente, siempre con ese aire de superioridad, pero ahora con cara de espanto. Ambos convertidos en piedra.


                Tal fue el origen de las famosas estatuas que hasta el día de hoy siguen adornando aquella acrópolis, en torno a las cuales se han creado incontables mitos, leyendas y supersticiones, e incultamente llamadas "El Rey y el anciano".

Matías Teófilo Correa
IVºB

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