En
algún lugar de Ámsterdam del que no quiero ni acordarme no ha poco que vivía un
académico, de los de tratados y ecuaciones cuánticas por la tarde y delirios
astronómicos por la noche. Desde temprano en la mañana había de ponerse ante la
pizarra a realizar cuanta ecuación se había descubierto para calcular la órbita
de cuanta molécula química existía en el aire y de las que intuía que podían
existir. Debatíase en dilemas tales, sobre si el número Pi poseía en su
composición infinitos o billones de millones de elementos, dábase luego a
discutir contra su pizarrón, pero puesto que después que nuestro académico se
fundamentaba en sus razones de por qué eran billones y no infinitos elementos
no recibía respuesta de parte de su interlocutor, llegaba al punto de la
violencia y partía bruscamente por la mitad el pizarrón cuando este por su
silencio le sacaba de sus casillas. Es por esta razón que el viejo académico
poseía cientos de pizarrones de repuesto. Dirijíase también en ciertas
situaciones a dialogar con su peluquero sobre estos temas, peluquero al que le
daba sus extensas razones con entusiasmo, fue por ello que el aludido le
propuso el apodo de Atómico que quiere decir “Rey de los átomos”.
Conoció
nuestro caballero (hacia un tiempo) un día un tratado científico y dióle tal
deleite su lectura que partió raudo a comprarlo a la librería, invirtiendo en él
la completa suma de su salario, puesto que una vez en la librería atacóle la
tentación por ser maestro del saber y acabo gastándolo todo en tratados
científicos. Al llegar a su apartamento se encerró por meses en su despacho a
leer cuanto tratado poseía de física, astronomía, matemáticas, genética,
ecuaciones cuánticas y otras disciplinas mentales menos nobles para ser
mencionadas aquí, hasta abarcar todo el impetuoso horizonte del conocimiento
humano. Dejó nuestro hombre en su fiebre racional de comer incluso sus raciones
básicas de comida y de beber el vino que tanto gustaba por verse en escasos
recursos para realizar estas empresas, dado el extremo gasto que realizaba por
dedicarse en absoluto al menester de la ciencia.
Vivia
por aquellos tiempos nuestro ingenioso académico con una hostigante criada de
ancha figura y una fermosa sobrina a las que preocupaba a sobremanera con su
conducta, mas no hizo caso el viejo Atómico de sus alegatos por considerarlos
escasos de fundamentos y dignos de épocas oscuras. Cada vez que alguna de las
ya mencionadas mujeres en su infinita paciencia asomaba el rostro por el
despacho de Atómico, encontrábanlo en momentos en los que se encerraba por
semanas enteras mientras sudaba la frente y fruncí su amplio ceño, dado que
dábase a un encarnizado combate armado de su pasión y de su forjado plumón
contra el ejercito de integrales y sumatorias de las formulas de las dichosas
ecuaciones de Newton, mientras experimentaba con los químicos de Lavoisier a
rienda suelta con el noble fin de hallar el elixir de la vida, lo que le trajo
la extraña costumbre se ingerir fermosos químicos color fosforescente a fin de
suprimir la bebida. Mientras realizaba tan ridículo y desjuiciado espectáculo
en sus intimidades, repetía con fervor aquellos términos que habíanle quedado
dando vueltas en su cabeza, cual perro amarrado que da vueltas sobre su correa.
-La
razón de la energía atómica es a la sinrazón de los electrodos de valencia como
mi razón es inversamente proporcional y la sinrazón de la gravitante
gravitacional es a la razón de la sinrazón ya dicha.
Con
estas y otras más razones, que ya ni el mismo Einstein pudiera comprender si
resucitara de su tumba solo para ello, perdía nuestro viejo académico en
admirable rapidez el juicio y volábase en ecuaciones y en problemáticas
cientifisoides que secáronle el ceso hasta que perdió por completo el
juicio. Fue entonces que mientras se
torcía en un razonamiento en las intimidades de su escritorio asaltóle el
pensamiento más extraño que jamás tuvo loco en el mundo. Rematado ya su juicio
parecióle de lo más razonable hacerse científico andante y salir a la ciudad a
proclamar en los oídos de sus conciudadanos las maravillas de la ciencia,
mientras se daría a la lucha contra los hechizos de los errores lógicos y los
errores mutantes de cálculos monstruosos, tal como hizo Sócrates en otro tiempo
contra los Sofistas.
Sin más rodeos del pensamiento
desisióse por dedicarse a la andante cientifisería, para lo cual cogió un sucio
y reutilizado delantal de cocina de su criada y electrocutóse la cabellera
amarrándose un cable mojado a la cabeza, con el fin de adquirir apariencia
científica. Dirijióse al primer piso y al toparse con el conserje ofrecióle la
formula química para la vida eterna a cambio de que este le siguiera como
asistente en su misión científica, ofrecimiento que no produjo efecto alguno en
el conserje quien tomó a Atómico por loco de remate.
Una vez en la calle, topóse en su
prolongada marcha nuestro ingenioso académico Don Atómico de Ámsterdam con un
humilde jardinero que vestía de overol blanco y al que Atómico tomó por
científico experto por lo cual dispúsose a refutarle con extensas y
fundamentadas razones la teoría de la relatividad y la de las partículas
cuánticas. El ya nombrado jardinero al tope del aburrimiento ante el tema que
le proponía Atómico (como es lógico en alguien cuerdo), le cogió la billetera
del bolsillo y dióse a lo colibrí. Desilusionado por la escasa sabiduría y las
malas maneras de su interlocutor; para nada acordes a los estamentos de la
comunidad científica, desidióse nuestro noble viejo académico por darse a la
meditación científica. Así comenzó a caminar por el centro de Ámsterdam pasando
torpemente junto a los coches y transeúntes. Caminando por el centro mismo de
la calle se decidió por pronunciar a viva voz los muchos nombres que existen de
cuanta molécula hay en el aire.
-¡Xenón, Potasio, Agua y Bismuto van
a perder sus electrones de valencia! ¡Estad advertidos nobles gentes! ¡Los van
a perder!
Mientras se ocupaba el científico
andante en sus prolongadas predicciones científicas en medio de la calle bajo
un semáforo dificultando el paso de un sinnúmero de autos, se alzaron en la
explanada tres camiones a una velocidad permitida que se encontraban conducidos
por gallardos pero despreocupados conductores. El viejo Atómico sumergido en su
locura, tomo a los camiones por tres moléculas de Elio gigantes en estado de
plasma que se aproximaban con velocidad hacia sus instruidos ojos, invadióle
una sensación de desesperación al verse por lo pronto quemado por tres
moléculas de Elio ¿Sería posible? Jamás pensaba en sus meditaciones interiores
que un docto científico como él podría llegar a parar en la muerte calcinado
por unas moléculas que la ciencia y él con ella habían descubierto, no, no
disponía del tiempo para tan prolongados pensamientos.
Pronto recobró en la memoria
(inspirado en su nerviosismo) de cuantos conocimientos había abarcado en sus
estudios y dióse cuenta de que los científicos poseen la solución a todos los
problemas de la Atmosfera; puesto que para todos ellos existe una fórmula
matemática, menos para el ataque de las moléculas de Elio en estado de plasma,
lo cual sería un agravante grande para su mala situación, pero no dejaría que
fuera su perdición. Imprimió en su ánimo una actitud valerosa e infló en su
pecho la pasión de su patria y desidióse por enfrentarse a las moléculas con
una valentía no de científico, si no de hombre. Pidió una pizarra de las que
siempre traía consigo para emergencias matemáticas a su asistente (el noble
portero) y dispúsose a realizar todo tipo de ecuaciones y cálculos matemáticos
que le llevarían; como siempre la ciencia lo hace a la solución de sus
problemas sin embargo, por mas cálculos que concluía y por más que acababa la
trabajada tinta de su gastado plumón, no encontró las ninguna solución ni
formula alguna para enfrentarse a las moléculas mutantes de Elio en estado de
plasma.
Arrojó enrabiado el viejo académico
la pizarra a la calle con todos sus cálculos y con ella se olvido de la
ciencia, se dispuso a ponerse firme en su parada para enfrentar a las
moléculas. Al cabo de un tiempo sintió un objeto pesado que le aplastaba con la
lentitud del silencio su pie izquierdo, no con el calor del plasma, si no con
la fría plancha de metal del camión que le atropellaba.
Bernardo José Pablo
Fontaine Montero
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