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Cortinas


   La manilla de la puerta resultó ser ligeramente más dura de lo que podría haber esperado. La pesada puerta de madera barnizada le exigió un poco de esfuerzo, pero rápidamente la inercia se ocupó de terminar el trabajo.
   Frente a sí; encontró una silla roja, tan roja como podía encontrarla bajo esa ardiente luz que se colaba a través de las persianas, que no tenían más de una semana, y que habían costado varias horas de exhaustivo análisis, mira que las que se había comprado la Carmen tenían un tono como más bermejo, y se estaba usando mucho... Todavía no me convencen.
   La lapicera de abril. Reposaba estratégicamente sobre el escritorio. Es que los hombres exitosos siempre tienen el escritorio impecable, el lugar de trabajo es clave, la gente si da cuenta, si Osvaldito trabaja en eso. La mesa en sí era sobria, la compró cuando se cambio de oficina, pero parecía llevar algunos inviernos arriba, tenía oficio.
   Con su nerviosa mano quiso tocar la pared, como quien se lanza por un tobogán, mas este parecía estar oxidado, pues se quedo colgado una vez más, una de tantas. Fue entonces cuando notó el blanco teléfono, esa figura opaca, que ya ni se usaba. De alguna manera le trajo a la cabeza la idea de que en la pieza de al lado había una silla blanca, blanca como un conejo blanco, en medio de una roja habitación.

   Entonces uno de los últimos rayos de Sol entró por la ventana, dejándose sentir tan naranjo como lo había esperado sobre su inquieta mano. Dio un paso atrás para dejarse abrazar por las pesadas cortinas que caían hasta el suelo, mezclandose  con la vieja alfombra en la que tantos inviernos había pasado tendido. En la esquina, el sillón lo miraba con una paciencia inagotable, y en eso de tres años logró llegar a él, hundiéndose hasta lo más profundo del gastado cojín. El sonido de las chispas en la chimenea llegaba a sus oídos como llega el timbre al final de cada clase.  Y miró como ese tiempo pasaba frente a él.
   Los ojos del resignado alce posaban su mirada en sus manos, y él se dejaba trepar por los largos y octópodos cuernos. Surcando el aire estaba el silencio, cuando se dio por vencido, y al igual que todo el resto de las cosas en esa pieza, que rendidas por una especie de paz inexorable, se dejaban estar como aceptando que no había otro lugar donde quisieran ir.
   Con un rechinar que le caló hasta lo más hondo del estomago, abrió la puerta, para poco después dejarla atrás, esa puerta de madera tan cafe como lo puede ser la tierra de un bosque.
   Por un segundo pensó que quizás ese cafe merecía un momento.


Vicente Alessandri. 

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