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La noche en que un monstruo decidió fugarse

La piel de hojalata tirita frenética sobre unos músculos de fuerza incontenible. El monstruo bufa al tiempo de sus espasmos, y escupe humo por su cuerno. Amenazador se yergue este cuerno, rígido sobre su sien, que también tirita.
Aguarda.
Sus ojos de vidrio encendidos blanquean el bosque sumido en las tinieblas. Sus ojos echan haces de luz, como dos ventanas abiertas sobre la noche. Sus ojos son focos, fijos e inmutables, que miran sin parpadear hacia delante. Perdidos, ojos vacíos.
El monstruo bufa, el monstruo ruge. Ronronea. Un sonido profundo y constante, a intervalos sacudido. Un ronquido nervioso y rápido, que rebota sobre su piel. Su piel de hojalata. Un traqueteo sobre su piel de hojalata.
Su lomo descansa sobre cuatro patas, son patas cortas, anchas, curvas, como ruedas de carreta. Son gruesas y negruzcas, y aplastan la tierra con el peso agobiante de su dueño, aunque parecen ser la parte más viva de su monstruoso cuerpo; más que sus ojos, más que su cuerno. Más incluso que su fuerza y su piel.
Aguarda.
Tirita y tirita, pero no avanza. Sólo aguarda, mas no acecha. No está perdido, pero tampoco quiere estar ahí, ni le disgusta. No se pregunta dónde irá a continuación; no le interesa. El monstruo ha sido domado.
Aguarda.
Al anca le han afirmado un yugo vergonzoso. Una especie de rastrillo muy amplio, de aspecto temible. Surcos paralelos huyen desde cada una de las garras del rastrillo, perdiéndose más allá de la vista. El monstruo parece haberse resignado a esta horrible carga, acaso una vil tarea, que aletarga su marcha y hace crujir la tierra bajo sus pies.
Aguarda.
Su paciencia parece inagotable. Parece. Pero el monstruo sabe guardar las apariencias. Al fin y al cabo, es un monstruo, y no hay monstruo, por monstruoso que sea, que aguante para siempre. Los ojos siguen fijos, pero ahora es más intenso su fulgor. Ya no mira solamente; escruta el bosque que se abre, que lo invita a volver a casa. Voy a volver a casa.
Intenté evocar algún recuerdo de mi infancia, pero no parecía haber ninguno. No recordaba cómo era antes de pertenecer a Don Onofre. No recordaba otra vivienda que el cobertizo viejo en el que dormía todos los días. De hecho, no recordaba nada ocurrido antes de irme a trabajar al campo, ni siquiera cómo había llegado allí. Tampoco me hacía sentido estarme planteando estas bufonadas, no solía hacerlo; es más, no recordaba haberlo hecho antes. Sin embargo, por alguna razón, que hasta el día de hoy me desconcierta, el bosque me producía una enorme curiosidad, y me hacía llenarme de dudas e inquietudes.
Don Onofre no tardaría en volver. Hacía mucho que se había ido. Cosa curiosa, habíamos salido de noche, y me había dejado esperando ahí, justo en el linde del bosque. No tenía la más remota idea de lo que hacía Don Onofre cuando me hacía esperar, ni hasta ese momento me había interesado, pero lo extraño del asunto era que esta vez no me había hecho dormir, sino que me había dejado esperando con los ojos abiertos, mirando el bosque. Como es natural, tras tan larga espera, había acabado por intrigarme, pero algo había que me intrigaba más de lo esperable. Hasta me atrevería a decir que no me intrigaba, sino que me parecía lo más natural del mundo, o más aún, hacía que todo en mi vida menos ese bosque me pareciera ajeno y absurdo. Inverosímil. ¿Y quién era Don Onofre, por cierto? Nunca me lo había preguntado, pero la verdad, ahora que lo pensaba, era un disparate. ¡Me había dedicado, desde que podía recordar, a servir a Don Onofre, a estar permanentemente a su disposición, sin jamás recibir nada a cambio! ¡Había sido en la práctica, su esclavo, y no tenía la más mínima idea de quién era mi amo!
Antes de que pudiera darme cuenta, me había sumido en una febril indignación, no pensaba aguantar más aquella pantomima. Además, me sentía débil. No estaba acostumbrado a estar tanto tiempo despierto y sin alimentarme, y, por lo demás, había sido un largo día. ¿Quién era Don Onofre para mantenerme así? Déspota. Era intolerable, francamente. ¡Un abuso! Pero no acabaría mis días así, no señor. Bendita conciencia que me sacudía en el momento más oportuno. Mis días de esclavitud se habían terminado.
Justo frente a mí, dos árboles dejaban un hueco justo lo bastante ancho como para dejarme pasar. Eso era lo que necesitaba. Sentí el fresco aire nocturno mientras me precipitaba a toda velocidad hacia el bosque. Apunté bien. El armatoste de metal, que acarreaba a todos lados enganchado en el trasero, era demasiado ancho para el espacio que se abría entre los dos árboles. El restallido al desprenderme de mi carga resonó por todo el campo, y vaya que dolió. Probablemente ese chasquido ensordecedor fue lo que alertó a Don Onofre… habrá pensado que le había traicionado, que alguien más me había sometido. ¡Pero no! Yo era, por fin, libre.
¿Libre? No.
Los árboles parecían surgir de la nada. Brotaban frente a mí como topos salidos de sus agujeros. Cada vez que sorteaba uno, dos o tres más aparecían para cerrarme el paso. Era como si ellos corrieran hacia mí, como si quisieran detenerme con sus acometidas, como si el bosque que hacía tan poco se mostraba como mi benefactor me hubiera tendido la más vil de las trampas. Me había dado la posibilidad de escapar, ¿Para qué? ¡Intentona infantil! Me darían caza fácilmente, y el bosque desgraciado no hacía más que intentar detenerme. ¡Abran paso, árboles despiadados! Al poco rato ya no distinguía más que los destellos de mi propia mirada y los latigazos de las ramas. En medio de la confusión, los árboles se burlaban de mí con sus embates incontenibles, desorientándome por completo. ¿A qué jugaba el bosque conmigo? ¿Qué pretendía? Nada tenía sentido. ¡Todo era tan grotesco! Embaucado fatalmente… en mi único momento de lucidez, me había dejado seducir por una promesa socarrona de liberad. Conocía perfectamente mi realidad, y ésta estaba enganchada a esa obstinada araña de metal, recorriendo el campo ida y vuelta, como una hormiga, sometido indiferente a la voluntad de Don Onofre. Todo lo demás era una payasada inverosímil, una quimera ingenua, de la que nunca dejaría de avergonzarme.
Nunca antes había sentido frustración, pero aún así, me atrevo a asegurar que nadie jamás se ha sentido tan frustrado como yo en ese momento, ese momento en el que, rendido, me abandoné al peso de mi cuerpo, y no me moví más.
La piel del monstruo yace muerta. Sus ojos se han apagado y ya no tiene fuerzas para rugir, ni para nada más. En medio de un claro del bosque, duerme esperando a su amo, vencido.
Aguarda.
A la mañana siguiente salimos a buscarlo con Onofre. Nos topamos, horrorizados, con el camino de destrucción que se internaba en el bosque. Al poco de seguirlo, nos vimos frente a una escena inexplicable: ¡Lo habían dejado ahí! Quienquiera que se lo hubiera llevado, había recorrido todo ese penoso camino, para dejar botado el tractor en medio del bosque.


Felipe Cousiño

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