Las hojas se mecían suavemente al compás del atardecer. El sol replegaba sus luces con algún espectáculo, en el que las nubes se ufanaban como coloridas protagonistas. La vieja encina se alargaba sobre las briznas ya rendidas, pronta a perderse en las sombras de la colina. Un conejo distraído se paseaba dando brincos sin un sentido aparente, por los lugares que aún quedaban bañados de día. Asustadas por la presencia del animal, un cuarteto de bandurrias batió las alas entre chillidos desganados. Al punto las imitó un pajarillo que se fue a posar en la última rama de la encina. El conejo levantó la vista, mirando divertido a las bandurrias, para seguir luego su rebote disparatado. La hierba se resignaba a su paso, ansiando recatada las sombras y el descanso. Los últimos brillos del ocaso tinto eran súbditos del sopor. El aire sangraba abatido por la lanza de la noche, que asestaba su golpe definitivo al sol para bajar luego su telón oscuro. Una ligera brisa remeció con alguna fuerza las hojas de la encina; tiritaron como cascabeles silbantes, aplaudieron suavemente la danza del conejo.
El árbol se detuvo petrificado. El chasquido lapidario había sido pavoroso. Las sombras dejaron de avanzar, y los agudos y desesperados alaridos de las bandurrias se perdieron en la distancia. La hierba se estremeció, las nubes se batieron en retirada. El atardecer tiró las riendas impetuoso. Los ecos del gatillo se arremolinaron hacia el cielo.
El tiro había acertado limpiamente.
Esta noche hay conejo al palo.
Felipe Cousiño
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