Hasta que el profesor salió de la sala.
Entonces, la frágil apariencia de honestidad y hombría estalló en un cuchicheo vertiginoso.
La tres, verdadera. La veintidós, falsa.
Manos ajenas movían mi lápiz a toda velocidad, mi atención variando entre el umbral y el papel.
Antes de que me diera cuenta, tenía en una mano mi prueba y en la otra la de González, lo que me valió una andanada de improperios. González se levantó de mi puesto a recuperar mi hoja, pero volví a sentarme súbitamente. Carmona, asustado, volvió la vista al umbral, para clavarla en el tamborileo acompasado esos zapatos de gamuza que tanto me gustaban. ¡Qué bien se me veían! Seguro que hoy tendría más suerte con Lucía. Lo único que cabía en mi cabeza en ese momento era ella. Poco me importaban los patéticos intentos del curso de disimular nuestras caras de culpabilidad, un tanto humillados por haber traicionado la confianza que han perdido hace años. Tramposos. Si ya los conozco bien.
El profesor nos mantuvo expectantes ante la llamada que ya se atrasaba. Vamos Lucía... ¡Por fin! Salí a contestar las dos preguntas que me quedaban. No podía dar con la respuesta.
Hasta que el profesor salió de la sala.
Felipe Cousiño
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