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El Sepulturero

     Se enjugó la frente con la manga polvorienta, dejando la pala a un lado. El cielo ya se teñía de rosa, y el enorme montículo de tierra, todavía a su lado, lo miraba burlón. ¡Qué día, Dios mío! Julio se lo había tomado libre, y Rubén estaba con licencia, después del accidente en el brazo. Había tenido que limpiar el mausoleo sin la ayuda de Julio, y cubrir el turno de Rubén. Además, le habían encargado al nuevo huésped, que llegó tan de improviso... la familia se notaba devastada. Ni siquiera habían esperado dos días, y ¡Qué barbaridad! Un funeral en la tarde, francamente... Nunca le había molestado la idea de trabajar ahí, ni siquiera cuando le tocaba el turno vespertino. Entonces se paseaba entre las lápidas frías, pasando distraído las cuentas del rosario, orando por alguno de los epitafios ingeniosos que se habían ganado su simpatía. Pero estas tareas... jamás hubiera aceptado el puesto de Rubén, al menos no de forma permanente. Limpiar, barrer, llevar flores... no le causaban ningún problema. En cambio, tener que dejarlos en su lecho, y echar tierra encima, era algo que no podía soportar. Tal vez se imaginaba él mismo allá abajo, o tal vez se aterraba ante la perspectiva de tropezar y quedar sepultado; lo cierto es que cada vez que tenía que cubrir el turno de su compañero le invadía una sensación aplastante, casi nauseabunda, y a menudo tenía que detenerse varias veces para tomar aire y lavarse la cara antes de terminar el trabajo.
      La fosa se abría amenazadora ante él. Aún quedaba una porción de madera al descubierto, como una puerta. Parecía casi provocativa, tentadora ¡Cómo odiaba ésto! Pero debía terminar antes de que se oscureciera. Al poco de echar tierra lo invadió un vértigo repentino. Aferró el mango de la pala con desesperación, y apretó sus pies contra el suelo, como buscando anclarse. El aire se hacía pesado, y la sangre abandonaba en tropel su cabeza. Se quedó inmóvil, atormentado por un exasperante cosquilleo en la nuca, y cuando volvió a moverse, su sombra estaba bastante más larga de lo que la había dejado. Procuró seguir su trabajo sin bajar la vista. Hundía la pala en el montículo y arrojaba sin mirar, una tras otra. Ya, no es tan difícil... así. Una palada tras otra, cada vez más rápido. Empezó a sentir una suerte de entusiasmo, ¡Lo puedo hacer! Era cosa de no mirar abajo, al abismo, a la puerta. Sabía que apenas lo hiciera llegaría el mareo, la sensación maldita de encierro que se llevaba todo el aire fresco a su alrededor... sacudió la cabeza para alejar ese recuerdo, y aceleró aún más su ritmo, optimista. ¡Al fin había descubierto el truco! Sonrió, complacido. De pronto, lo asaltó una idea terrible. ¿Y si no había tapado la porción de madera que quedaba al descubierto? Era una idea estúpida, toda la superficie debía estar a estas alturas sepultada bajo más de dos metros de tierra, sin embargo resultaba escalofriante pensar que algún pedazo podría haber quedado sin tapar. Al fin y al cabo, no era imposible. Al no estar prestando atención al lugar en que caían sus paladas, podría bien haberlas lanzado todas a un solo lado. No podía soportar la idea de haber dejado un hueco, una puerta. Debía quedar todo ahí, abajo, separado de la luz del día para siempre... no, no podía mirar abajo. Procuraría echar una a cada lado. Eso era, así cubriría todo.
      La última palada cayó con un suspiro de alivio; había sido toda una hazaña... Rubén se burlaría de él al día siguiente, lo hacía cada vez que le comentaba lo mucho que le costaba ocuparse de su trabajo. Esbozó una sonrisa mientras aplanaba la tierra, golpeándola con el reverso de la pala. Extraño, cada golpe resonaba como un eco. Extraño, cada golpe hacía su sonrisa más y más amplia. El ruido parecía venir desde arriba... lo aplastaba desde arriba. Cada golpe caía sobre él, haciendo retumbar la tierra. De algún modo, aquello le parecía muy divertido, muy divertido... reía rodando por el suelo. Rubén también reía a carcajadas, aporreando el suelo con su pala... se lastimaría el brazo, que bruto. Quiso pararse para quitarle la pala a Rubén, aún riendo a mandíbula batiente, pero se detuvo en seco. Por alguna razón no se podía levantar, no podía, resbalaba... miró a un lado, horrorizado. Había un hoyo, lo bastante ancho como para que cupiese un hombre de pie. Se arrastró con dificultad, sintiendo un profundo dolor en el brazo izquierdo, hasta ubicarse justo arriba del hueco en la tierra. Miró hacia abajo impaciente... la superficie de madera lo esperaba fría, inmutable. Una puerta. La angustia, náuseas. La puerta se abrió en un torbellino de astillas. Lo arrastraba... ¡No! ¡Rubén! ¡Rubén! ¡Ayuda!
       El último grito de la pesadilla estrelló su cabeza contra el techo. No podía ver nada, y sentía un dolor agudísimo en el pecho. Intentó mover el brazo, pero se encontraba paralizado. Tampoco sus dedos respondían. Podía oír un eco, unos golpes que bajaban apagados. Su respiración se tornaba frenética. El brazo... eso es. Logró levantarlo con pesadez. Se llevó la mano a la cabeza, pero algo la detuvo en el camino. Había tropezado con... su corbata. Extrañado, comenzó a palparse el pecho. ¡Llevaba un terno! Qué cosa más rara. Agitó sus pies, y escuchó el inconfundible tac tac de los tacos de sus zapatos con botones contra la madera... ¿Qué hacía recostado sobre madera? Hizo un esfuerzo por recordar. Había estado barriendo el mausoleo, también recordaba una escalera... eso era, se había subido a la escalera para quitar las telarañas del capitel, y luego... había sentido un dolor muy peculiar en el brazo izquierdo, que cosa más rara. Y luego... y luego... no pudo recordar nada de lo que pasó después. Un sueño escalofriante, y ahora estaba ahí, tendido. Los golpes seguían retumbando, lejanos. Trató de estirar el brazo, y dio con algo duro. Madera. Estaba rodeado de madera, como si estuviese en un cajón... un cajón, como el que había enterrado en su sueño. Pudo oír sus propios latidos acelerando descontrolados, al compás de su respiración. Golpeó, golpeó, gritó ¡Rubén! ¡Rubén! ¡Julio!¡Ayuda! Estaba empapado en transpiración, sus uñas arañaban agonizantes, sus pies pateaban con una fuerza titánica. Golpeó, golpeó y golpeó. La madera ni se inmutaba. Los golpes no cejaban. El eco... Estaba agotado, la madera no iba a ceder, y si lo hacía, la tierra lo aplastaría. Respiró más despacio, y comenzó a calmarse. No le quedaba mucho tiempo. ¡Por qué me haces esto, Señor! Hurgó en los bolsillos de su chaqueta, tenía que estar por ahí, siempre lo dejaba ahí. Sus dedos se cerraron sobre las cuentas del viejo rosario. Lo sacó... ¿Qué día sería? Sonrió ante lo patética de su situación. ¡Le quedaban acaso unos minutos de vida y se andaba preocupando del qué día sería! ¡Reza hombre, reza!
       Rubén se enjugó la frente con la manga polvorienta, dejando la pala a un lado. Al fin había terminado, había insistido en hacerlo él, a pesar del brazo; era su homenaje. Una lágrima rodaba solitaria por su mejilla.


Felipe Cousiño







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