Nuestro maestro nos mostró un video sobre los románticos. Vivencias de Coleridge, Shelley, Keats y Lord Byron ocuparon una hora de nuestras vidas. Pucha que eran románticos. Desvirgar a una moza sobre la tumba de su madre... Shelley sin lugar a dudas se lleva el premio. Todo un astro, un baluarte de lo romántico.
¿La idea del video? Exponer sobre la concepción del arte según los susodichos. Si todos pertenecían al mismo movimiento artístico, es de suponer que piensen parecido, ¿cierto?. He ahí el asunto. Mientras Shelley era un bueno para nada jugando al doctor en el cementerio, Keats era un auténtico doctor (sí, un médico de profesión) jugando a escribir sobre flores rosadas y cursilerías de ese tipo, desperdiciando así sus dones tanto intelectuales como artísticas. Coleridge era un donnadie, un opiómano desenfrenado incapaz de reproducir algo en estado de sobriedad, cuyo vicio terminó por consumirlo. Y el infame Lord Byron se ganó el odioso título de ser la primera celebridad, el fundador de la farándula. Repulsivo. Tenía la holgura económica como para permitirse malgastar el tiempo en vicios y adoptar una filosofía de vida egocéntrica, ególatra y egófila, basando su producción artística en función de su imagen pública.
Dicho lo anterior, ¿cuál es la concepción del arte y la vida en el romanticismo? Me es imposible definirlo. Solo conozco la opinión de cuarto artistas, y son tan divergentes unas de otras que seguramente, de conocerse, se habrían odiado. Dada la ambigüedad presente en este periodo, no puedo concluir algo concreto y válido para todo lo romántico. Por lo tanto lo que postularé a continuación no se apoya ni se basa sobre el romanticismo en sí, sino que sobre la ideología de uno de sus exponentes: Lord Byron, para desgracia mía. Pero es verdad, él encarna en parte mi forma de pensar sobre el concepto de artista, a pensar de que al llevarlo al extremo hizo germinar el virus de la farándula, comenzó bien: se creyó el cuento. Sacó a la figura del artista de su nicho mohoso del segundo plano y se presentó como un elemento principal de la sociedad, él y su obra estaban aquí para trascender. Mostró a sus contemporáneos que la producción artística no se hace para entretener a los poderosos, no es una actividad de menor calibre. No señor, el arte debe tomar un papel principal en la sociedad y es el artista el encargado de esa tarea.
Hay que hacerse notar, lograr que el mundo pose los ojos sobre uno: las miradas recaerán, por consiguiente, sobre tu obra. El artista recluido, que produce desde su habitación en alguna cabaña perdida en un bosque nórdico, jamás recibirá la atención que merece por sus esfuerzos y talento que no son menores a los del físico teórico o los del deportista destacado. Por eso débense sentir atraídos por la gran ciudad, donde se aglomera la gente, donde hay comunicación rápida y eficaz; solo así lograrán tener público y recibir el feedback necesario. De otra manera, tu obra será desconocida hasta que, cien años después de tu muerte, alguna rata de biblioteca desempolvará uno de los pocos ejemplares que alguna vez se imprimieron de algún escrito (quizás prodigioso) que nadie jamás leyo porque nadie conoció a su autor en vida.
¿La idea del video? Exponer sobre la concepción del arte según los susodichos. Si todos pertenecían al mismo movimiento artístico, es de suponer que piensen parecido, ¿cierto?. He ahí el asunto. Mientras Shelley era un bueno para nada jugando al doctor en el cementerio, Keats era un auténtico doctor (sí, un médico de profesión) jugando a escribir sobre flores rosadas y cursilerías de ese tipo, desperdiciando así sus dones tanto intelectuales como artísticas. Coleridge era un donnadie, un opiómano desenfrenado incapaz de reproducir algo en estado de sobriedad, cuyo vicio terminó por consumirlo. Y el infame Lord Byron se ganó el odioso título de ser la primera celebridad, el fundador de la farándula. Repulsivo. Tenía la holgura económica como para permitirse malgastar el tiempo en vicios y adoptar una filosofía de vida egocéntrica, ególatra y egófila, basando su producción artística en función de su imagen pública.
Dicho lo anterior, ¿cuál es la concepción del arte y la vida en el romanticismo? Me es imposible definirlo. Solo conozco la opinión de cuarto artistas, y son tan divergentes unas de otras que seguramente, de conocerse, se habrían odiado. Dada la ambigüedad presente en este periodo, no puedo concluir algo concreto y válido para todo lo romántico. Por lo tanto lo que postularé a continuación no se apoya ni se basa sobre el romanticismo en sí, sino que sobre la ideología de uno de sus exponentes: Lord Byron, para desgracia mía. Pero es verdad, él encarna en parte mi forma de pensar sobre el concepto de artista, a pensar de que al llevarlo al extremo hizo germinar el virus de la farándula, comenzó bien: se creyó el cuento. Sacó a la figura del artista de su nicho mohoso del segundo plano y se presentó como un elemento principal de la sociedad, él y su obra estaban aquí para trascender. Mostró a sus contemporáneos que la producción artística no se hace para entretener a los poderosos, no es una actividad de menor calibre. No señor, el arte debe tomar un papel principal en la sociedad y es el artista el encargado de esa tarea.
Hay que hacerse notar, lograr que el mundo pose los ojos sobre uno: las miradas recaerán, por consiguiente, sobre tu obra. El artista recluido, que produce desde su habitación en alguna cabaña perdida en un bosque nórdico, jamás recibirá la atención que merece por sus esfuerzos y talento que no son menores a los del físico teórico o los del deportista destacado. Por eso débense sentir atraídos por la gran ciudad, donde se aglomera la gente, donde hay comunicación rápida y eficaz; solo así lograrán tener público y recibir el feedback necesario. De otra manera, tu obra será desconocida hasta que, cien años después de tu muerte, alguna rata de biblioteca desempolvará uno de los pocos ejemplares que alguna vez se imprimieron de algún escrito (quizás prodigioso) que nadie jamás leyo porque nadie conoció a su autor en vida.
Matías Teófilo Correa
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