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Templario para siempre

…y el emir ardió sin compasión, con una llama blanca y dorada,
Sin quedar ceniza en su lugar. Dios castigará implacable a quienes lo ofendan.”
-Las mil y una noches



           A la vuelta de Tierra Santa, y contento con su desempeño, Magnus consideró que su hijo ya debía casarse:

-Arn, hijo mío, loable guerrero. Cabalgado hemos por la extensión desta Tierra por el Señor creada. Ala par hemos andado y a la par hemos luchado. Me defendiste en la disputa con los Svear, para luego a la Hispania viajar a humillar al infame rey luso. El África y el Asia menor retumbaron bajo los áureos cascos de nuestros corceles alados. Circundamos el Marenostrum, sembrando terror y cosechando gloria. Impertérritos nos vimos en esta nuestra hégira de la cual n o habrá registro en las crónicas sarracenas por cuanto sepultamos a cuantos vimos. Habiendo hablado así, considero que tu inconmensurablemente fuerte mano ha de sostener otra más frágil y delicada: la de una mujer. Debes casarte Arn.

            Arn, menos docto que su padre en el arte de la oratoria, pero de ideas más claras y valores más nobles, respondió así:

-Causas en mí halago y orgullo, padre. Sin embargo debo recordarte, ya sea por ingenuidad o rectitud, que juré los votos de caballero templario antes de partir a Jerusalén. Y el primero de ellos fue el voto de Castidad.

-Pecas de ingenuidad. Ya he arreglado una visita de una princesa germana que vendrá al deshelarse nuestras aguas escandinavas.

                Durante el tiempo en que el sol demoró en derretir la escarcha oceánica, nuevos combates se sucedieron. La Muerte visitó y desoló las tierras orientales, países se olvidaron y países nacieron. Un barco había llegado. Dos días después zarpaba de vuelta.

-Comparezco ante ti, padre, para informarte del porqué de mi actuar. Es verdad que mi corazón se aceleró al ver a la princesa. Es objetivamente bella. Mis votos no me privan de contemplar la belleza pura. Sin embargo esa pureza desapareció anoche cuando ella intento sobrepasarse conmigo. Lo siento padre, mi amor a Dios pudo más que el deseo carnal y la mandé de vuelta.

-Te respeto, Arn –respondió Magnus- , pero no voy a ocultar mi decepción. Dudo de tu virilidad y eso no me gusta. Tengo la imagen tuya como la de un terrible guerrero y espero que eso no cambie. Una doncella convivirá contigo para que demuestres tu hombría, hasta que al próximo deshielo venga una nueva mujer real.

                Así pasaron doce meses más, trescientos sesenta y cinco soles con sus respectivas lunas. La Cruz dominaba Oriente, pero quién sabe por cuánto tiempo más. Zarpó un barco. Magnus enviaba diez mil soldados a Egipto: el precio para que su primogénito desposara a la mística Zaide. Nadie podía mirarla a la cara. Nadie podía hablarle. Una tremenda escolta la llevó al Norte. Sólo Arn tendría esos privilegios “divinos”. Sin embargo, al mes ya estaba de vuelta en su Egipto.

-Te lo ruego, señor Magnus –dijo Arn a su padre-, no entres en cólera. Tengo la convicción de que Zaide es una divinidad. Tal belleza encarnaba mi concepto filosófico de perfección. Nunca imaginé ni leí a alguien que se le pareciese, sentí que pecaba sólo de mirarla. Me abstraje en sus ojos, me elevé y me perdí, me desconocí, me olvidé y desaparecí. Me encontré y no era yo, me sentí inmenso e insignificante a la vez, de una dicha incomparable unida a una miseria profundísima. Me hice ilusión y realidad: esos ojos penetraban en lo más recóndito de mí ser. En tal estupor me sumieron su misticismo y erotismo irrefrenables, que te confieso padre: pequé. Pero tras pecar me soñé envuelto en doradas llamas. Al despertar sentí la obligación de hacerla ir y no mirarla nunca más.

-Estoy infinitamente apenado, furioso y decepcionado. –le respondió sin ganas de hacerlo- ¿Qué horrible pecado he cometido para engendrar un hijo así? El adulterio no es tan terrible, menos si lo hago con la doncella que te regalé y nunca miraste siquiera. Podría intentarlo de nuevo, se habla de una virgen proveniente de Formosa. La tercera es la vencida.


                Al deshelarse nuevamente las aguas bálticas llegó sombría una embarcación. En el puerto la aguardaban con gran pomposidad, sin embargo de ella sólo bajó un hombre alto de contextura recia, probablemente un sicambro, vestido con el hábito blanco de los caballeros templarios que Arn vistiera años atrás. Tuvo conferencia privada con el Rey y su hijo. Pasaron varias horas de las que nadie sabe nada. Salió el templario, cuyas pisadas quedaron marcadas en el suelo de piedra con la sangre que manaba de los poros del difunto Rey. Esa sangre nunca pudo ni podrá ser limpiada por manos humanas. Arn pasó sus días ciego y mudo en un convento rogando por su redención. Dios no tomó sus oídos para que por las noches se atormentara oyendo los gritos de los condenados.

Matías Teófilo Correa
IVºB

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