Durante
esa mañana, a lo largo y ancho de los quince grados que posee el huso horario
ocurrió algo increíble.
Padres e hijos, ricos y pobres, virtuosos e infames,
fueron despertados a horas exactas y premeditadas por aquellos aparatos
escandalosos que acompañan a la humanidad desde que creó y dividió el tiempo.
¿Por qué interrumpieron nuestro sueño? ¿Por qué
corrompieron hasta las cenizas nuestra ficción? ¿Por qué no nos dejaron morir
por una noche y un día?
Aquellas máquinas viles suenan, chirrean y emiten todo tipo de
sonidos poco melodiosos y carentes de armonía con el fin de sacudir al cuerpo y
subyugar al espíritu. Tal como las sirenas de Odiseo cantan terribles, logrando
ser tomadas por buenas, benditas y útiles, ocultando su espantosa naturaleza. Es
más, son tenidas más cerca que los propios amigos y son más inseparables de
estos homínidos que sus propias sombras.
Uno a uno los hombres van siendo despojados de sus fantasías
y atados a esta tierra maldita que poco y nada conserva de lo que otrora fue el
Jardín del Edén, ¡Desdichados fuimos desde el momento en que nuestros primeros
padres comieron del fruto del tiempo!
A intervalos contados exactamente y en múltiplos de sesenta,
se levantan confundidas, desorientadas y cansadas todas estas gentes. Una vez
que se percatan de su desgracia no pueden si no consolarse mirando un triste
reflejo, comiendo alguna miseria y purificando su cuerpo.
Tras este proceso en que todas las personas adquieren una
sola alma comienza a funcionar el hormiguero.
Se
inicia el escape caótico.
Todos corren, se escabullen, emigran y se exilian del
hogar, olvidan sus sueños y pesadillas y buscan simplemente un espacio que los
acoja en virtud de sus habilidades y aptitudes.
Obreras, machos, hembras, ¡incluso la Reina!, nadie se
salva.
¿Nadie?
¡No! Un hombre se rebela, un valiente lucha, el Quijote de
su época: alguien duerme aún.
Por fuera una escena tranquila, pero llena de tensión, una
respiración monótona y regular. Por dentro, un mar tormentoso, un mundo en
creación, una mente que ebulle.
Nuestro héroe es emperador de naciones, conquistador de
mundos, dios de su realidad. Omnipresente y Omnisapiente, lo abarca todo, mas
no controla su destino.
Su reina lo besa, su imperio está en su apogeo, las
cosechas van bien, las bestias marchan en su gloria.
Pero de pronto…
El torbellino, la tormenta, el barco se sacude, el mástil
se quiebra y se precipita en un agua cálida, demasiado cálida. Sed implacable
que domina su garganta hecha arena de los desiertos de Persia, no puede
satisfacerla nuestro Cid Campeador. Débil ahora, flaqueando y exhausto, el moro
inflige la herida mortal.
Jadeante despierta, jadeante muere el emperador, el marino,
el beduino y el Cid. Ya no es nadie, es una hormiga y está atrasada para ir a
trabajar.
Domingo Valdés
Comentarios
Publicar un comentario