Tacet. La orquesta aguarda inmóvil ante sus partituras abiertas, obedeciendo abnegados esta única instrucción. Tacet. Un hombre los separa del público, de pie, en silencio, sobre el podio. Sus ojos cerrados, la batuta en vilo. Tacet. No hay más orden que ésta. Sólo una vez se rompe esta quietud sobrecogedora, cuando el director se enjuga socarronamente la calva, gesto que es retribuido con las risas de la audiencia.
Durante cuatro minutos y treinta y tres segundos, la orquesta aguarda, aguarda, aguarda. El cronómetro sobre el atril del podio va marcando uno a uno cada segundo que pasa expectante, en silencio, en tensión. Quedan cinco segundos, cuatro, tres. El director no ha abierto aún los ojos. Dos segundos. Parece llevar la cuenta mentalmente. Uno. Relaja las manos, las deja caer a su costado y sonríe, aún con los ojos cerrados. La audiencia estalla en un aplauso furioso, que se prolonga por varios minutos, oscilando entre salidas y entradas del director. Un aplauso que retumba con renovado entusiasmo a cada reverencia. Un aplauso de admiración, de maravilla. Un aplauso para el genio de John Cage.
Qué curioso resulta el ahínco con que un público corriente, en el que podríamos estar tú o yo, aplaude una obra tan experimental, tan alejada de los conceptos clásicos del arte más sublime, al parecer el único que hubiera logrado arrancar esa suerte de aplauso. Muy curioso, y es que el aplauso es idéntico a ese de fascinación, intenso, tan distinto del vitoreo sensacional de las multitudes, que sólo se puede encontrar ante las reverencias sucesivas de la orquesta o la ópera recién culminada. Es el aplauso en el que el alma se postra ante el arte.
¿Qué tienen en común la Novena de Beethoven y 4'33'' de John Cage? ¿Cómo va a ser posible homologar esta obra perfecta, fruto de un genio sin parangón, a una en la que la orquesta se sienta a tocar nada? Tal vez si se las escuchara por la radio, la comparación de estas obras no constituiría sino una broma de mal gusto. Nada habría para poner a ambas a una misma altura, y esto por una razón muy sencilla: la Novena puede ser repetida cuantas veces se quiera, donde y cuando se quiera. Una simple grabación y un parlante de mediana calidad bastan para revivir esta sinfonía suprema, sin agregarle ni quitarle nada. La pieza de Cage en cambio, muere cada vez que la batuta del director cae laxa junto a su costado. Cada diluvio de aplausos es su verdugo, es su confinamiento en algún rincón del pasado. La Novena estará viva mientras de ella se conserve un testimonio. 4'33'' sólo vivirá en un recuerdo somero.
El modo exquisito en que el director y su orquesta se ubican en la sala, todos los instrumentos a punto, las partituras dispuestas y los músicos atentos, marca un instante perfecto, ese instante fugaz que corta repentino algún movimiento, siendo a menudo tan notorio como el golpe que le sigue. Este instante, el más grande cautivador de todos, es el silencio. El silencio que John Cage logra capturar durante cuatro minutos y medio. El gigante caprichoso que juguetea, enroscándose entre los motivos de toda gran obra de arte. La expresión más sublime, la más decidora, la más sutil. El silencio envuelve, aprisiona, constriñe. Captura y libera. El silencio suspende, preserva y crea. Es el ruido que vibra más alto, la luz que duerme más tenue. El golpe que cae más duro, la caricia que roza más suave. No es fácil lograr un encantamiento así, un verdadero silencio. Pocos son los artistas que logran tejer una manta tan fina. Cage es uno de ellos
Todos los grandes genios del arte convergen en una sola habilidad: tomar el alma y elevarla hacia Dios. El arte muestra la luz verdadera, iza el espíritu hacia ella. Sólo algo así de grandioso puede osar poner en comparación la música de Beethoven y el silencio de Cage. Sólo algo así ocurrirá esa noche en el Barbican. La gente se apelotona en la sala para participar de algo así, algo grandioso, algo que los confirme humanos. Un silencio. Excitados, ocupan sus asientos. Saben que serán parte de algo único, un instante precioso, que morirá para siempre. Saben que nada de lo que viva en ese instante podrá jamás recuperarse. Eso buscan, eso es arte.
Entra el director. Se para sobre el podio y mira a la orquesta. Cierra los ojos, alza los brazos. Comienza.
Tacet.
Qué curioso resulta el ahínco con que un público corriente, en el que podríamos estar tú o yo, aplaude una obra tan experimental, tan alejada de los conceptos clásicos del arte más sublime, al parecer el único que hubiera logrado arrancar esa suerte de aplauso. Muy curioso, y es que el aplauso es idéntico a ese de fascinación, intenso, tan distinto del vitoreo sensacional de las multitudes, que sólo se puede encontrar ante las reverencias sucesivas de la orquesta o la ópera recién culminada. Es el aplauso en el que el alma se postra ante el arte.
¿Qué tienen en común la Novena de Beethoven y 4'33'' de John Cage? ¿Cómo va a ser posible homologar esta obra perfecta, fruto de un genio sin parangón, a una en la que la orquesta se sienta a tocar nada? Tal vez si se las escuchara por la radio, la comparación de estas obras no constituiría sino una broma de mal gusto. Nada habría para poner a ambas a una misma altura, y esto por una razón muy sencilla: la Novena puede ser repetida cuantas veces se quiera, donde y cuando se quiera. Una simple grabación y un parlante de mediana calidad bastan para revivir esta sinfonía suprema, sin agregarle ni quitarle nada. La pieza de Cage en cambio, muere cada vez que la batuta del director cae laxa junto a su costado. Cada diluvio de aplausos es su verdugo, es su confinamiento en algún rincón del pasado. La Novena estará viva mientras de ella se conserve un testimonio. 4'33'' sólo vivirá en un recuerdo somero.
El modo exquisito en que el director y su orquesta se ubican en la sala, todos los instrumentos a punto, las partituras dispuestas y los músicos atentos, marca un instante perfecto, ese instante fugaz que corta repentino algún movimiento, siendo a menudo tan notorio como el golpe que le sigue. Este instante, el más grande cautivador de todos, es el silencio. El silencio que John Cage logra capturar durante cuatro minutos y medio. El gigante caprichoso que juguetea, enroscándose entre los motivos de toda gran obra de arte. La expresión más sublime, la más decidora, la más sutil. El silencio envuelve, aprisiona, constriñe. Captura y libera. El silencio suspende, preserva y crea. Es el ruido que vibra más alto, la luz que duerme más tenue. El golpe que cae más duro, la caricia que roza más suave. No es fácil lograr un encantamiento así, un verdadero silencio. Pocos son los artistas que logran tejer una manta tan fina. Cage es uno de ellos
Todos los grandes genios del arte convergen en una sola habilidad: tomar el alma y elevarla hacia Dios. El arte muestra la luz verdadera, iza el espíritu hacia ella. Sólo algo así de grandioso puede osar poner en comparación la música de Beethoven y el silencio de Cage. Sólo algo así ocurrirá esa noche en el Barbican. La gente se apelotona en la sala para participar de algo así, algo grandioso, algo que los confirme humanos. Un silencio. Excitados, ocupan sus asientos. Saben que serán parte de algo único, un instante precioso, que morirá para siempre. Saben que nada de lo que viva en ese instante podrá jamás recuperarse. Eso buscan, eso es arte.
Entra el director. Se para sobre el podio y mira a la orquesta. Cierra los ojos, alza los brazos. Comienza.
Tacet.
Felipe Cousiño
Comentarios
Publicar un comentario